Vivimos, por desgracia, en una sociedad globalizada que fija el bienestar del ser humano en satisfacer sus necesidades de forma individual. Lo ilustraré con un ejemplo. La llegada de la radio y de la televisión, los denominados medios de masas, provocó un consumo colectivo. Es decir, se veía la televisión o se escuchaba la radio, casi siempre, en compañía. Era un acto social. Ya fuera en familia, con amigos o con vecinos, se veía lo mismo, al mismo tiempo, y se comentaba todo lo que saliera del transistor o del aparato de TV. Sin embargo, desde hace unos años, con la irrupción de nuevas formas de consumo este contrato social fue quebrado. La aparición de los podcast, que permiten escuchar los programas de radio a elección del oyente; y las plataformas de emisión en streaming, como las archiconocidas Netflix o HBO, han hecho que cada uno vea o escuche el contenido a placer. Sin contar con nadie, sin atender a un horario marcado, sin saber siquiera si tus amigos lo han visto o tienen la intención de hacerlo. Es decir, se ha primado la elección del individuo frente al colectivo. Y eso, a mi parecer, es lo mismo que está ocurriendo con la sociedad en otros muchos aspectos.
Cuando se tiene una cierta edad, y según la condición física de cada uno, se plantea la duda de cómo serán los últimos años de vida. Para muchos mayores, la opción de vivir en una residencia es la mejor. Primero porque tienen cubiertas las denominadas “necesidades básicas” (término que, sin duda, merece una profunda revisión). En segundo lugar, saben que compartirán su tiempo con otras personas con las que poder conversar, realizar dinámicas o, simplemente, dar un paseo por las instalaciones. Es decir, valoran el poder socializador de vivir en un ambiente con más personas. De entre todas ellas, el cuidador es la figura más importante. Y, lo es, porque su labor vertebradora permite que todos los residentes se sientan a gusto y felices; y, además, es el vínculo con el exterior, ya sea equipo directivo, médico o familiar.
Para cuidar no todo el mundo vale. Y para ser cuidador en el siglo XXI tienes que nacer de una pasta especial. Y ser valiente. Mucho. Sabes que entrarás a formar parte de un sector que, en muchas ocasiones, no está bien remunerado. Cuyo marco legislativo no responde de forma adecuada a las demandas profesionales. Con una escasa coordinación entre los servicios sociales y los sanitarios. Y, además de todo lo anterior, una profesión poco reconocida a nivel social. ¡Todo un caramelito, vaya!
Y, sin embargo, hay personas que, desde lo más profundo de su corazón, siguen con determinación el camino para convertirse en cuidadores. Para ser esas personas que ayudan a los mayores en su día a día. Que, además de la atención que prestan, son oídos para sus problemas; sus caricias son terapéuticas; el saludo de cada mañana, acompañado de una sonrisa, insufla la energía suficiente para afrontar el día.
El cuidador es, simplemente, extraordinario. Y el mejor de los amantes. Aquel que lo da todo sin esperar nada cambio. El que cuida sabiendo que su labor es un acto de amor.
Desde aquí, todo mi reconocimiento y cariño a todos ellos. Y mi más sincero agradecimiento.
Este artículo forma parte del Dosier Corresponsables: Día Internacional de las Personas Cuidadoras