Seremos firmantes de los diecisiete Objetivos de Desarrollo Sostenible en la sede de Naciones Unidas si en el texto definitivo no aparecen las palabras “Derechos Humanos”. Ésta fue una de las condiciones que propusieron países como China o India, entre otros, a cambio de la firma de los ODS a alcanzar en 2030. Dos potencias con mucho que aportar a las decisiones estratégicas globales, geopolíticas, demográficas y al mercado mundial, consideran aspiracional el fin de la pobreza, hambre cero, igualdad de género, salud y bienestar, agua limpia y saneamiento, educación de calidad, acción por el clima, etc… pero jamás como un derecho. Digno de estudio psicológico de sus responsables políticos.
Dramático. Y en el siglo XXI…
Veinticinco siglos antes, Sócrates decía que: “una injusticia cometida por un hombre convierte a esa persona en injusta”, podría decirse que lo circunstancial [pensar, decidir] se transfiere a consustancial [ser]. Nuestras decisiones trascienden, además, al ámbito individual afectando al colectivo porque somos y seguimos siendo seres grupales.
Aplicado al mundo empresarial, los millones de decisiones tomadas cotidianamente en los consejos de administración, en los comités directivos, en los mandos intermedios o en cualquiera de los procesos productivos de la cadena de valor de las empresas afectan a los clientes, a los profesionales, a los proveedores, a los directivos, a los accionistas y al entorno.
Son muchos los enfoques y teorías de análisis de valoración del “éxito” de una empresa en términos comparativos respecto a otras: desde el análisis de sus balances, sus cuentas de resultados, el descuento de flujos de caja, el número de veces EBITDA, la capacidad de cash flow, la apuesta por la innovación, el componente tecnológico, la preparación y compromiso de sus profesionales, las visiones estratégicas, etc… pero pocas veces esa evaluación se desarrolla desde el punto de vista de la integridad de sus directivos, de los colaboradores y desde los valores que conforman la cultura de una organización.
En esencia la dignidad y la ética en la sociedad no cotizan al alza. Y en el ámbito de la gestión pública, su valor ni se descuenta. Pareciera que no hubiésemos aprendido de la hecatombe que las sociedades occidentales hemos sufrido por un capitalismo sin escrúpulos, la falta de sistemas de supervisión y, en algunos casos, por una corrupción institucionalizada.
El cuidado del medioambiente y de las personas y la conciencia de la trascendencia de las acciones de una empresa en su entorno más vulnerable retroalimenta la reputación de una empresa, incrementando la cuenta de resultados que es al fin y al cabo el objetivo de una organización empresarial. Los indicadores de los accionistas no deben ser solo el BDI y el dividendo, también el grado de ética e integridad de las personas que componen sus organizaciones.
Queda mucho por andar. En las concienzudas memorias anuales de responsabilidad corporativa, ¿veremos alguna vez a una empresa pidiendo perdón por incumplir sus compromisos por el bien colectivo de las sociedades a las que contribuye?, ¿veremos alguna vez al mercado castigando de modo continuado a empresas incoherentes en su responsabilidad social y medioambiental?, ¿aprenderemos de esta crisis que debiéramos mutar hacia un nuevo modelo de capitalismo responsable?, ¿Los empresarios serán conscientes de su contribución a los ODS?, ¿Se elevará de modo sistemático a la categoría de estratégico la extraordinaria relevancia de los códigos éticos empresariales?…
En cualquier caso, todas estas cuestiones no tendrán posibles soluciones mientras las Administraciones Públicas no sean capaces de profundizar en la Gobernanza y la Transparencia. No mientras los Gobiernos no impulsen e incentiven la responsabilidad social corporativa. No mientras los partidos políticos no rindan cuentas a la sociedad sobre sus compromisos y promesas en sus programas, ni emitan memorias anuales de RSC. No mientras no se luche eficazmente desde las fuerzas políticas contra la corrupción. No mientras no se sancione desde allí la mediocridad y la falta de vocación por el servicio público y la creación del valor compartido.
Mientras el debate político y el foco mediático no esté centrado en la ética, la dignidad y la integridad será complicado entender que “los problemas de la sociedad, son los problemas de las empresas y viceversa” como postulaban los economistas M. Kramer y M. Porter.