Cuando se habla de Códigos Éticos en la empresa debiéramos tratar de precisar con mayor exactitud qué es aquello a lo que estamos queriendo aludir. Un código hace siempre referencia –y de manera más directa e inmediata- a normas, a reglamentos, a leyes, a sanciones y a mandatos.
Y no digo yo que eso no haya de ser necesario: lo es. Como también lo son las correcciones, las multas, los castigos –más o menos ejemplarizantes; – y, llegados a un caso extremo, el despido de aquellos que incumplieren de forma grave con lo que desde la dirección de la empresa se les exige; y que, por lo demás, habitualmente, ellos mismos se han comprometido por escrito a cumplir, a requerimiento expreso de la propia empresa.
Aquí radica la razón de ser de lo que en el contexto empresarial se viene denominando bajo el término inglés del compliance. Tener bien engrasado un sistema de asegure el cumplimiento normativo, tanto de las leyes positivas, cuanto de otro tipo providencias –y de soft law– que puedan emanar tanto de los entes reguladores, como de agrupaciones sectoriales o de la propia empresa… es algo fundamental, sobre todo, si se aspira a evitar prácticas fraudulentas y actuaciones corruptas; si se pretende erradicar la lacra de la mala praxis y la inmoralidad en los negocios; si se busca suprimir el rosario de escándalos financieros de los que los medios de comunicación dan cuenta con tanta recurrencia.
Ahora bien: quedarse en este aspecto negativo, por así decir, de la ética, no deja de ser una simplificación de lo que la propia ética significa y puede llegar a suponer como propuesta de mejores prácticas y de proyectos ilusionantes. Junto a la dimensión deontológica de la ética–deón, significa “deber” en griego-, está también la versión complementaria, que apunta hacia lo utópico.
Hay, cierto es, deberes que cumplir, obligaciones a las que atenerse… y ello, sin titubear, al margen de duda alguna; y con total y rigurosa exigibilidad. De manera correlativa, tenemos derechos que respetar, de forma incontestable, siempre y a priori. Pensemos en la necesidad –últimamente, encarecida desde la Organización de las Naciones Unidas– de atender a que no se conculquen de ninguna forma los Derechos Humanos en la dinámica empresarial –producción deslocalizada, por ejemplo…-; e incluso a reparar y resarcir a quienes pudieren haberse visto atropellados en sus derechos por la actuación de una determinada empresa u organización… Y todo ello, al margen de las consecuencias mejores o peores –y de todo tipo: económicas, también- que hayan de seguirse de ello. Los requerimientos básicos de justicia y respeto a la dignidad de las personas a los que hacíamos referencia en anteriores escritos, son un ejemplo de requerimiento deontológico que traza unas líneas rojas, más allá de las cuales no se debe nunca pasar.
Sin embargo, esto no es sino parte de la historia; pues, al lado del momento deontológico, la ética ofrece, como decíamos, un complementario aspecto propositivo.Este ya no se presenta con carácter de innegociabilidad y de exigencia incuestionable. Por contra, adopta el tono de oferta, de proposición, de proyecto que merecería la pena acometer… porque se entiende que es bueno. Y que puede ser bueno para múltiples agentes o grupos de interés –Stakeholders-, dentro y fuera de la empresa… y que puede llegar a tener un impacto positivo en la resolución de alguno de los grandes desafíos con los que nos enfrentamos en este mundo globalizado, crecientemente desigual, lábil en lo ecológico, fragmentado en lo cultural y demasiado tenso en el tablero geopolítico y estratégico de las relaciones internacionales….
La empresa que entra en esta dinámica de contribuir a la construcción de un mundo más seguro, más estable, más sostenible y humano, evidencia un nivel de autoconciencia y de madurez muy por encima de la tónica habitual. Es todavía minoritaria esta manera de entender la relación que la altura de los tiempos pide que se establezca entre la empresa y la sociedad. Pero, poco a poco, van dándose pasos significativos respecto al nuevo papel que la empresa y los negocios pueden llegar a representar en la construcción de un mundo más sostenible y, por ende, más justo.
En este sentido, cabe hacer mención de los diecisiete Objetivos para el Desarrollo Sostenible –o SDG, así denominados por sus siglas en inglés: Sustainable Development Goal-, que se vienen impulsando desde hace dos años desde la ONU y que, a su vez, heredaron el espíritu de los, en su momento, denominados Objetivos del Milenio, en vigor entre 2000 y 2015.
La idea es simple: necesitamos que las empresas se impliquen, junto a las administraciones y los movimientos sociales en la resolución de los grandes desafíos que la circunstancia presente nos plantea. La humanidad tiene una agenda fabulosa en estos primeros compases del siglo XXI: hay que asegurar la paz, hay que construir un mundo menos desigual. Se impone superar tremendos fallos institucionales, la erradicación de la miseria, la gestión del cambio climático, la lucha por la igualdad de oportunidades para todos –hombres y mujeres; países ricos y países pobres…-, por el acceso a la vivienda, a la energía, a la educación… Y así, como decimos, hasta diecisiete objetivos…
Es evidente que esta música hay que interpretarla en una tonalidad algo diferente a la del bajo continuo de las exigencias deontológicas de los códigos éticos. Ahora estamos navegando por el aspecto más sutil y abstracto de lo que la empresa es y representa. Ahora ni siquiera hablamos de beneficios, ni de resultados económicos. En este registro, propiamente estratégico –y que debiera primordialmente ser instrumentado desde el primer ejecutivo, desde la más alta jerarquía de la organización- nos las habemos, más bien, con la razón profunda de ser de la empresa concreta.
Estamos topando con la misión, con aquello que da sentido a todo lo que hacemos: a las estructuras, al organigrama, a los diseños de nuestros productos, a toda la gestión de la empresa… Aquella misión estratégica, se sustancia en una especie de sueño anticipado, una suerte de proyecto ilusionante –la denominada visión-; que necesita, a su vez, de unas señales, de algunas referencias claras que vayan iluminando el discurrir a lo largo del camino de una reñida competencia en un mercado global. Aquellos jalones, llamados a marcar la pauta y a iluminar el modus operandi, no son sino los valores que la empresa asume como condición de posibilidad para cumplir con su objetivo estratégico… Ahora bien, en el caso de que se este objetivo se alcance, en el supuesto de que se consiga consumar la misión, la rentabilidad y los beneficios económicos vendrán por añadidura.
Y junto a ellos, crecerán también la buena reputación entre los consumidores; el respeto de parte de los competidores; la fidelidad de los clientes y usuarios; la lealtad y el orgullo de pertenencia de los empleados; la confianza de las administraciones públicas, de las entidades de crédito y de los accionistas. Y, en definitiva, la legitimacióncon que la sociedad distingue a la empresa.
De todo lo que venimos diciendo, se deriva que los códigos éticos en las empresas cumplen una función doble: de una parte, indican a los empleados qué es lo que se espera y exige de ellos en materia de conducta a la hora de llevar a efecto sus tareas profesionales en el marco organizativo. La opinión pública puede ser, a su vez, consciente de estas declaraciones, toda vez que, con frecuencia –y en un ejercicio loable de transparencia- los códigos son de dominio público y se encuentran ubicados en la página Web de la compañía.
De otro lado, ofrecen a la consideración de todos los grupos de interés una propuesta, un proyecto que, sin dejar de ser económico, se enmarca en una trama mucho más amplia y provocadora; en un ámbito de realidad, que permite entusiasmar a los equipos, aportar un liderazgo de innovación en la sociedad; y que, además, posibilita el encontrar sentido al trabajo y a los esfuerzos que cada día hay que realizar.
Este para qué definitivo, ilumina y complementa desde la vertiente teleológica –de telos; en griego: fin al que se apunta con una actividad- el aspecto más árido y – a las veces, farragoso- el momento deontológico de la ética empresarial.
Artículo publicado originalmente en entreparéntesis.org