Cada vez más los jóvenes prefieren comprar productos de empresas comprometidas con el cuidado del mundo en el que viven. Hace poco leí una conclusión de un estudio realizado por la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) y la Universidad Pompeu Fabra (UPF) que evalúa las diferencias intergeneracionales en la percepción del compromiso en las 82 empresas más reputadas de España, según el ranking Merco. Los datos refuerzan algo que probablemente la mayoría (me incluyo) ya sospechaba: la generación Z es la que más valora la responsabilidad social corporativa, con un 6,44 sobre 10, por encima de los millenials (5,99). Es algo lógico si nos paramos a pensarlo, estos jóvenes han crecido en un mundo donde la crisis de 2008 ya había dejado huella y de algún modo la permeabilidad ante las causas de interés colectivo es parte de su ADN, así que no es raro que busquen autenticidad y compromiso verdadero. En comparación, la generación X y los boomers se sitúan en valores intermedios, con puntuaciones de 6,07 y 6,21, respectivamente.
Las expectativas de los Z hacia las empresas son, a las claras, más altas. Lejos de aceptar campañas rimbombantes, esta generación es astuta para detectar el greenwashing o las acciones superficiales que solo buscan mejorar la imagen corporativa sin tener un impacto real. Además, el acceso instantáneo a la información les permite estar mucho más “al día” de los problemas globales e intuir las consecuencias que la acción o inacción de las compañías puede tener. Con todo, esperan coherencia entre lo que comunican a nivel discursivo y lo que realmente hacen. ¿Cuántas de ellas están escuchando lo que estos jóvenes tienen que decir? Me hago la pregunta…
La responsabilidad social corporativa es siempre bien recibida por los consumidores. Más allá de ser una “etiqueta” que indudablemente favorece la imagen de una marca, es una de las formas para mostrar su compromiso con el entorno en el que se desenvuelve y que aporta unos beneficios concretos. Pero lo primero que hay que decir es que no se trata de algo que sencillamente decidimos hacer por simple generosidad, tampoco de un atributo para hacer alarde o de un mero complemento de las actividades empresariales. Es una política que las compañías tienen que implementar siempre -y tanto como sea posible- por puro deber ético.
Sucede que hace tiempo el rol de las empresas como agentes de cambio positivo no es solo deseable sino esperado. Todos estamos observándoles. La expectativa pública es clara y nos da pistas; el compromiso social de una empresa debe ser visible, consistente y auténtico y extenderse de cabo a cabo en todos los aspectos de su gestión. Para ser genuino y eficaz, necesita integrar desde los cimientos una visión de sostenibilidad y transparencia que, a su vez, permita a las organizaciones construir relaciones de confianza y lealtad con sus grupos de interés. La RSC es un pilar estratégico que “hace empresa”, es decir que va más allá de cumplir con normativas o realizar proyectos puntuales. Es lo que define en gran medida la identidad y lo que insta a colocar a la sostenibilidad y el impacto social en el corazón mismo de las operaciones, influyendo en todas las decisiones y reflejando los valores de la organización en cada aspecto de su actividad. Hay obstáculos y bloqueos más o menos limitantes. Nadie dice que este proceso sea fácil.
¿Y la comunicación? ¿Dónde entra en este escenario?
Pues, por mucho que todo cambie, siempre nos quedará algo inamovible en nuestro oficio: transparencia y credibilidad. Ser, hacer y contarlo. Cierto es que las empresas llevan un tiempo considerable comunicando sus esfuerzos en materia de ESG. Lo hacen porque es lo que sus grupos de interés les exigen, pero también porque las regulaciones han cambiado el juego, obligándolas a ser más claras sobre sus acciones y su impacto.
Accenture, en su 360° Value Report 2023, destaca que las empresas deben implementar una estrategia de comunicación integral para sus iniciativas de sostenibilidad y RSC remarcando la importancia de la transparencia y el compromiso con estándares internacionales. Es decir que si buscamos comunicar de manera clara y responsable el impacto social y ambiental tenemos que ser transparentes y seguir los principios de la ONU.
Queda claro que el enfoque es cada vez más estratégico. El estudio Corporate Governance trends in Spain de Russell Reynolds nos muestra que las juntas directivas están cada vez más metidas en la supervisión de la responsabilidad social corporativa (RSC) y la sostenibilidad mediante comités especializados que ayudan a asegurar una comunicación más veraz, alineada con lo que los inversores y la sociedad esperan. Además, destaca que los líderes empresariales están participando cada vez más en capacitaciones sobre prácticas ESG para mejorar la calidad de la comunicación y el impacto de sus políticas.
Asimismo, un propósito claro y orgánicamente integrado alinea a la organización con las expectativas de la sociedad y los empleados a nivel interno y externo, consolidando una razón de ser que conecta emocionalmente, orienta decisiones comerciales y define cuál es la contribución a la sociedad. En este marco, bien podemos decir que la RSC celebra un pacto de confianza que se traduce en la exigencia de que las iniciativas de la organización sean coherentes con el propósito con el que comulga y estén en sintonía con las necesidades de la comunidad en la que se inserta.
La ecuación es la de toda la vida, una comunicación eficaz y bien dirigida en esta materia fortalece los lazos con los stakeholders y, a largo plazo, cimenta una reputación positiva. En esto, la agenda ESG y la RSC son un driver elemental para hacer crecer el negocio y, a la postre, el valor que gestionamos como dircoms.
No creo que nadie que me conozca o haya leído alguna de mis reflexiones se sorprenda si cierro este escrito con otro de mis irremediables pensamientos quijotescos. No olvidemos el célebre “imperativo categórico” de Kant: «Actúa de tal manera que tu comportamiento pueda convertirse en una ley universal».