Vivimos tiempos en que todo lo relacionado con la responsabilidad social de las empresas parece haber dado un salto cualitativo y cuantitativo en materia de formulación política. La pandemia ha levantado muchas alfombras y ha puesto de manifiesto que es hora de afrontar en serio ante problemas que sabíamos que estaban, pero dejábamos para más adelante, como si así fuesen a desaparecer. Tanto desde las instituciones europeas, como desde el Gobierno de España, la transición ecológica y verde, y la humanización en definitiva de los modelos económicos, copan los discursos, planes y proyectos.
Es hora de aterrizar los conceptos y fijarse en casos ejemplares que nos sirvan de guía.
La economía social y en concreto las más de 17.300 cooperativas de trabajo de nuestro país señalan el camino por el que transitar, demostrando que hay empresas solventes, que generan riqueza arraigada al territorio, trabajo estable y sostenible, que entienden de conciliación familiar, que contribuyen a combatir esa España vaciada y que han demostrado con creces en estos tiempos que se crecen ante las adversidades, anteponiendo a las personas.
Las cooperativas de trabajo contribuyen a una mayor cohesión social, reduciendo las desigualdades. Ese tejido empresarial, de personas para personas, en una economía social cada vez más fuerte, es el que nos interesa porque plantea un horizonte esperanzador desde su afán constructivo. Ahí debe situarse, en la práctica, la RSE.
Sin caer en la autocomplacencia, las cooperativas de trabajo lo tenemos más fácil, la fórmula está en el genoma cooperativo, pero hemos de incrementar el esfuerzo -y en ello estamos volcados en COCETA– de hacer visibles sus posibilidades más allá de los entornos conocidos.
Nos interesa un tejido empresarial humanizado en una economía social cada vez más fuerte, porque plantea un horizonte esperanzador.