El 25 de septiembre de 2015, 193 estados miembros de las Naciones Unidas aprobaron la declaración: Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, a partir de la cual se adoptó un conjunto de objetivos globales para erradicar la pobreza, proteger el planeta y asegurar la prosperidad para todos como parte de una nueva agenda de desarrollo sostenible a escala planetaria. La Agenda 2030 planteó 17 Objetivos con 169 metas integradas que abarcaban aspectos de índole económica, social, ambiental e institucional. Se trata de los famosos ODS, Objetivos de Desarrollo Sostenible. Para dar seguimiento a los progresos en el logro de las metas se fueron definiendo un conjunto de más de 230 indicadores que los países debían medir para evaluar tales avances.
Se puede afirmar que los ODS configuran el más ambicioso esfuerzo de coordinación y acuerdo entre los países del mundo, con miras a orientar el vector del progreso de la civilización y movilizar la acción colectiva en dirección a un desarrollo más equitativo y sostenible. Además de ello, incorpora una mirada holística que da cuenta de la complejidad que atañe el problema de la sostenibilidad, al considerar desafíos de carácter transversal que demandan intervenciones multinivel que deberían operar en los ámbitos locales, nacionales, regionales y globales en forma simultánea. Se podría afirmar que, con la instauración de los ODS, el desarrollo sostenible pasó de un eslogan “buenrollista” defendido por expertos, académicos y organismos internacionales, ávidos de alimentarse de causas políticamente correctas, a un conjunto de compromisos oficializados por los países del mundo.
Por estos días se cumplen 7 años de la declaración y restan aún 8 años para cumplir con los objetivos. Dada las circunstancias imperantes, resulta difícil que los ODS vayan a cumplirse, particularmente, en los países que padecen más profundamente las asimetrías globales que hoy tienden a profundizarse. Se ha avanzado mucho en torno a la sensibilización y el marketing de los ODS. Su ya conocido logo de colores suele adornar numerosos ámbitos del marketing corporativo y son el leitmotiv de todo tipo de organismos internacionales y ONGs. Con todo, ha resultado más complicado el paso de lo simbólico a la acción.
La pandemia del COVID 19 y el actual conflicto bélico de Ucrania contribuyeron a complicar el panorama económico mundial y trastocan, al menos en potencia, gran parte de la estabilidad política y económica del mundo, provocando la retracción o al menos el cuestionamiento de las visiones “integradoras” asentadas en el globalismo y los valores de las democracias liberales que fueran promovidos por muchos países desarrollados del bloque occidental.
Si bien en años previos a la pandemia, se habían registrado algunos avances, aunque dispares, fue surgiendo, poco a poco, la percepción de que se requerían más compromisos, mecanismos de coordinación, acciones y, principalmente, financiación y ayuda oficial al desarrollo a los países menos desarrollados, con la finalidad de dar respuesta a la trama de asimetrías que atraviesan al mundo. Cuestiones como la desigualdad, la pobreza extrema, los patrones de acumulación y consumo insostenibles, la degradación de los sistemas ambientales, la necesaria formación de capacidades técnicas y la mejora de las capacidades institucionales, requieren de niveles de cooperación y apoyo internacional que difícilmente puedan alcanzarse en el actual contexto geopolítico.
En efecto, si bien los ODS, por su propia naturaleza, nos obligan a considerar la gestión de los problemas de la civilización con una mirada global, sistémica, colaborativa y operativa, es esa complejidad la que termina provocando que gran parte de los esfuerzos acaben sobrecargados de fatua retórica, pero modesta acción, aletargando la resolución de los problemas en cuestión; pero contribuyendo a reciclar la presencia de actores que participan del juego internacional que, con cierto cinismo silencioso, terminan valiéndose de la ambigüedad y lo ambicioso que supone su predicación a través de un sinfín de reformulaciones.
Por otro lado, muchos temas relevantes no fueron considerados como elementos gravitantes de la sostenibilidad y no formaron parte de la Agenda. Por ejemplo, el Objetivo 16 plantea “promover sociedades pacíficas”, aunque paralelamente muchos países signatarios no tienen pensado contener el opaco y lucrativo negocio de la venta de armas. Asimismo, 2 meses antes de la aprobación de la Agenda 2030, en julio del 2015, en el marco de la Agenda de Acción de Addis Abeba de la Tercera Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo, muchos países se opusieron avanzar en dirección a un acuerdo global que contribuya a terminar con los paraísos fiscales con el objetivo de reducir el fraude y la evasión a gran escala. Situaciones estas que provocan inmensas pérdidas de recursos que podrían facilitar la propia financiación de los ODS de muchos países necesitados de ellos. Sería deseable que en la 15ª Cumbre del Foro Global de Intercambio de Información con Fines Fiscales que se realizará en Sevilla en noviembre se trate este tema.
Ciertamente, los ODS resultan ser un esquema propicio para abordar la sostenibilidad del desarrollo de nuestro mundo, aunque sería el anhelo de muchos, que también se opere sobre las causas estructurales que impiden su tan ansiado cumplimiento y se logre pasar de la inflación retórica a la acción y cooperación concreta.
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