Atrás quedó aquel modelo en el que la competitividad era el fin último del desarrollo territorial, y los indicadores económicos eran utilizados como reflejo del progreso social. En los últimos años han surgido diferentes iniciativas (Agenda “Beyond GDP”, Objetivos de Desarrollo Sostenible, Agenda 2030; Informe de Competitividad del País Vasco 2017…) que reclaman la necesidad de entender la competitividad como un medio para el logro de un bienestar social.
El desarrollo territorial está estrechamente relacionado con la capacidad de las empresas en la generación de riqueza económica, y con su potencial de generar impacto social. Esto no es nada nuevo, a lo largo del tiempo han surgido diferentes teorías que han analizado la responsabilidad de la empresa en el logro del bienestar social. Así algunas escuelas han analizado esta relación desde un posicionamiento marginal orientado al concepto de “Good citizenship” basado en el cumplimiento de las normas éticas y comunitarias (Responsabilidad social corporativa, Filantropía…), mientras que otras han adoptado una perspectiva capitalista que entiende el encaje de necesidades sociales e impacto económico como un nuevo modelo de negocio (Creación de valor compartido).
Sin embargo, siguen existiendo críticas a las teorías existentes debido a la propuesta de modelos estándares en la relación entre empresa y bienestar social. La empresa no es un ente homogéneo, no existen recetas universales, y es necesario considerar como se adaptan estos modelos empresariales a las diferentes realidades locales. La oportunidad de innovación radica en la construcción de un modelo sistémico de responsabilidad que integre a la empresa y a la sociedad como elementos dependientes, donde la colaboración del tejido empresarial con diferentes agentes resulte fundamental para el desarrollo territorial. Esta relación permitirá cambiar el foco desde el que proyectamos la competitividad y avanzar hacia una sociedad próspera reforzando la corresponsabilidad de la empresa.