En numerosas ocasiones se ha pretendido distorsionar el planteamiento original de Max Weber enfrentando la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, que él siempre consideró complementarias para construir la verdadera vocación política y gestionar los asuntos públicos, con el objetivo de justificar alternativas de gestión que pretendían ser válidas sin el concurso de una de las dos.
Si hay un ámbito de nuestra vida pública empeñado en perpetuar ese falso dilema, ese es el debate sobre la colaboración público-privada en el ámbito asistencial sanitario, que se presenta como una batalla ideológica en la que unos y otros enfrentan sus convicciones y responsabilidades para situar en un segundo plano el bienestar y la salud de los ciudadanos.
Quizá la pandemia, una inesperada bofetada de realidad que ha puesto de manifiesto la fragilidad de nuestro Estado del Bienestar y la complejidad y rigidez organizativa de nuestro sistema sanitario, haya creado el escenario adecuado para cambiar los términos del debate y devolvernos al planteamiento weberiano original.
Para ello debemos cambiar completamente el enfoque y aprender las lecciones que nos ha dejado esta crisis. Hoy, más que nunca, nuestra convicción compartida debe ser reconstruir nuestro sistema de protección social para hacerlo más sólido, resiliente y eficaz. Y nuestra responsabilidad debe pasar por utilizar todos los recursos disponibles, sin importar si son públicos o privados, al servicio de ese objetivo común. Debemos vencer la desconfianza, superar los apriorismos ideológicos y compartir riesgos y objetivos para reformular nuestro sistema sanitario y construir la sanidad del futuro.
Lo hemos hecho antes y en diferentes ámbitos. Sin ir más lejos, el desarrollo de las vacunas que nos han permitido empezar a superar la pandemia ha sido fruto de la colaboración público-privada y una muestra clara de las ventajas de trabajar juntos y de manera coordinada a partir de una mutua confianza. Y si este proceso ha sido posible ahora, se debe en buena medida a la experiencia compartida acumulada durante años de trabajo conjunto entre las administraciones públicas y la industria farmacéutica.
Otro ejemplo de colaboración consolidada en el tiempo lo encontramos en la educación. La educación concertada atiende hoy a casi el 30% de los alumnos en España y recibe menos de un 13% del gasto público en educación. Sin ninguna duda, se trata de una fórmula de colaboración eficiente, que permite aprovechar al servicio de la sociedad todos los recursos educativos disponibles y garantizar mejor el ejercicio de los derechos de los ciudadanos a través de un servicio de calidad supervisado por las administraciones públicas.
Lo mismo ocurre con el mutualismo administrativo, una fórmula exitosa que permite a los funcionarios de la Administración Central acceder a la misma cartera de servicios del sistema público, a un coste inferior para el Estado. Que un 80% de los funcionarios elijan año a año, para cuidar su salud, la intermediación de una aseguradora de salud para acceder a las prestaciones públicas a través del dispositivo asistencial privado da idea de la calidad del servicio al que tienen acceso.
Más allá de los retos de financiación y sostenibilidad a medio y largo plazo a los que se enfrenta el mutualismo administrativo, es un modelo de éxito exportable a nuevos colectivos que permitiría enfrentar algunos problemas de escasez de recursos, ya endémicos, que padece la sanidad pública y sufren los ciudadanos, empezando por unas listas de espera inaceptables.
Cuando cerca del 20% de la población paga de su bolsillo un seguro de salud para tener una alternativa a la cobertura pública que paga con sus impuestos. ¿Tan difícil es entender lo sencillo que sería habilitar fórmulas de colaboración basadas, como el mutualismo, en aseguramiento colectivo sin exclusión individual del riesgo con cobertura y control regulados por la administración que podrían beneficiarse de fórmulas mixtas de financiación?
Los ejemplos de colaboración público-privada en diferentes ámbitos y con diferentes fórmulas comparten una serie de ventajas: optimizan le eficiencia financiera del esfuerzo económico de las administraciones, movilizan de manera coordinada y subsidiaria todos los recursos disponibles; y cuentan con la confianza de los ciudadanos que, cuando pueden elegir, no dudan en ejercer su libertad de opción.
A la vista de esta realidad, las preguntas que surgen son evidentes.
¿Por qué no podemos ponernos de acuerdo en ampliar las fórmulas de colaboración público-privada que funcionan y explorar otras nuevas en el ámbito asistencial sanitario?
La pandemia de la COVID-19 ha abierto una oportunidad única para la reforma y la reconstrucción de nuestro Estado del Bienestar. La crisis ha acelerado los problemas que ya desde hace tiempo manifestaba nuestro sistema de protección y nos ha situado en un nuevo escenario que debemos aprovechar para impulsar un nuevo modelo, mucho más integrado, que combine la fortaleza de lo público con el dinamismo y la capacidad de innovación del sector privado y en el que participemos todos los actores que, de una u otra manera, nos dedicamos al cuidado de las personas.
Conviene no engañarse: fomentar la colaboración público-privada no es una opción, es una necesidad para seguir manteniendo nuestro Estado de Bienestar. No somos un país tan rico como para permitirnos mantener dos sistemas, uno público y uno privado, aislados entre sí.
Es necesario buscar sinergias que nos permitan utilizar todos los recursos de los que disponemos para garantizar a los ciudadanos una cobertura sociosanitaria lo más amplia posible. ¿Por qué tienen que conformarse esos ciudadanos con listas de espera de meses, incluso años, cuando existen alternativas prestacionales, de calidad contrastada y experiencia en la concertación pública?
Los retos que tenemos por delante no esperan: el incremento de los costes asistenciales, empujados por la demografía, el cambio en los patrones de morbilidad y el desarrollo tecnológico, que impulsa el avance hacia una medicina más personalizada y de mayor precisión diagnóstica, exigen rigurosos análisis de coste-eficiencia y, requieren nuevos enfoques, basados en la prevención, la colaboración sociosanitaria y la necesidad de implicar más a los ciudadanos en el cuidado de su propia salud.
Lo que sólo se conseguirá aumentando la responsabilidad individual que nace del empoderamiento en la toma de decisiones. Lo que la estructura organizativa actual no favorece.
Frente a este escenario tan complejo, ¿realmente podemos permitirnos el lujo de actuar divididos; avanzar en soluciones estancas sin compartir una estrategia común; o guiarnos por planteamientos basados en una presunta pureza ideológica sin conexión con la realidad que debemos gestionar? Entramos en una nueva fase en la que, si compartimos la convicción de que necesitamos construir un nuevo sistema sanitario y somos capaces de tener la responsabilidad de integrar miradas, voces y planteamientos diversos, daremos un paso decisivo al servicio del bien común que nos debe comprometer a todos.
Este artículo forma parte del Dosier Corresponsables: Plan Sumamos.