“Tras dos años de la firma del Acuerdo Final, el proceso de implementación (del proceso de Paz en Colombia) sigue avanzando. Más de dos tercios de los compromisos del Acuerdo están en progreso o se han completado. Estos niveles de implementación son comparables con otros Acuerdos Comprensivos de Paz (…). Considerando las complejidades y los retos del proceso de paz de Colombia, y el cronograma oficial de 15 años establecido para llevar a cabo el proceso de implementación, los avances hasta el momento han sido significativos” (Kroc Institute – University of Notre Dame, 2019).
Pareciera un lenguaje típico de parte de guerra, cuando se trata de todo lo contrario: es un comunicado de paz, de una paz con legalidad, que quiere ser construida, como ha afirmado recientemente el presidente Iván Duque como “genuina verdad, genuina justicia, genuina reparación y genuina no repetición”. Porque el proceso de paz alcanzado mediante el acuerdo entre el Gobierno de Colombia y la guerrilla de las FARC-EP, en el que han participado diferentes entidades, entre ellas la OEI, se fundamenta en los tres espacios que J. Galtung, fundador de la investigación para la cultura de paz, identificaba como prioritarios: reconstrucción, como política de desarrollo; reconciliación a través de la atención a las personas y las comunidades; y resolución, atendiendo a los derechos civiles y a la construcción democrática (Galtung, J. 2.003).
Colombia ha vivido —y aún persiste con mucho menor alcance con las guerrillas del ELN, el EPL y grupos para militares— un conflicto armado que se remonta a más de cincuenta años. Al suscribirse los acuerdos de paz, el paisaje después de la batalla no podía ser más desolador. Según expuso en 2017 el presidente Santos, había 8.074.272 víctimas de este largo conflicto, de las cuales 7.134.033 eran desplazados, 983.033 homicidios, 165.927 desaparecidos, 10.273 torturados y 34.814 secuestrados. Un desolado paisaje que lo era también en cuanto a indicadores de desarrollo social, que, con certeza, no eran ajenos a las causas y mantenimiento del conflicto durante tantos años: una sociedad rural sin desarrollo ni articulación en la que aún se percibían vestigios de la época colonial, la pobreza absoluta o relativa afecta a buena parte de la población, el analfabetismo parecía irreductible y convive con una baja y pobre tasa de escolarización seguida de un prematuro abandono escolar que, por cierto, había servido para suministrar, por la fuerza o por un puñado de dólares, nuevos combatientes casi siempre abocados a vidas azarosas y con frecuencia, trágicamente breves. A ello había que sumar insultantes diferencias en materia de género, cuando no uso de las mujeres como mercancía militar y, en fin, una economía narcotizada que también se había nutrido del secuestro, el soborno, el chantaje y la extorsión.
Pero llegó el momento en el que la ciudadanía coincidió en que esto debía parar. Que Colombia, país de una belleza solo comparable a su riqueza humana y de recursos, merecía otra vida mejor. Y que no valía con una paz pasiva, o negativa, equivalente a dejar de matarse unos a otros, sino lograr una paz positiva en la que, a partir del alto el fuego, se instalase la democracia con toda su intensidad y un estado social y de derecho que ofreciese reparación, justicia, cultura de legalidad, convivencia y sentido de ciudadanía y cohesión social. Un país en el que todos sientan que son sujetos de la política y no meros objetos políticos y que ofrezca más y mejores oportunidades de vida para todos. Una paz positiva que, hoy en día, va a requerir tiempo: los 15 años acordados en los acuerdos suscritos en 2017.
Para ayudar a que ese cambio social se produzca, se ha requerido la activa participación de nuestra Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI) quien, con sus 70 años, es la organización decana del sistema iberoamericano, con presencia y actividad en todos los países de la región aportando su conocimiento y el de sus cientos de funcionarios, un saber adquirido a través de centenares de programas y proyectos de cooperación acordados con gobiernos, fundaciones, universidades, banca multilateral, etc. Nuestra organización siempre superó el discurso retórico y hueco propio de las declaraciones para asumir compromisos reales, en coordinación con los actores políticos e instituciones, como está realizando en Colombia y, como en su momento hiciera en El Salvador y Nicaragua con programas educativos dirigidos a los actores o víctimas de los conflictos con mayores niveles de pobreza. No somos una agencia de paz, pero bien sabemos que la paz justa y verdadera solo viene de la mano del desarrollo y la cohesión. Del cambio social.
Trabajamos en cualquier lugar de Colombia en la reinserción de combatientes, identificando cómo inician esa nueva vida, preguntando qué estudiaron en su momento —si es que eso llegó a producirse—, qué saberes adquirieron en combate, cuál es su situación psicoafectiva y evaluando así cuáles serán sus posibilidades de inserción laboral.
Nos vamos a desplazar a una veintena de zonas que fueron escenarios de conflictos, junto con el gobierno y dirigentes de las FARC, para informar y poner en marcha diferentes acciones. Entre otras, ofrecer formación a futuros alcaldes y representantes políticos. Este plan de acción ya se ha iniciado con la alfabetización de casi 300.000 personas, además de programas de educación multicultural en poblaciones indígenas. Asimismo, la OEI apoyará la mejora de las competencias en producción agrícola, apostando siempre por la sustitución de cultivos. También impartiremos formación técnica a más de 10.000 víctimas del conflicto para facilitar su acceso al empleo y, con ello, normalizar sus vidas.
Cualquier cambio social, más aún en situaciones de la magnitud y gravedad que nos ocupa, requiere un gran esfuerzo de gestión de la información y el conocimiento y prever una proyección estratégica y de sostenibilidad. Para ello, la OEI ha puesto en marcha un “Programa Regional para la formación en Democracia y Ciudadanía para la Garantía de los Derechos Humanos”, con sede central en Bogotá y sedes subregionales en Buenos Aires para el cono sur y en Managua para Centroamérica. El programa recopila y sistematiza la información, experiencia y buenas prácticas generadas en Colombia, acervo susceptible de aplicarse en otros países de la región de manera descentralizada, junto con alianzas gubernamentales y no gubernamentales.
Los ejes de trabajo de este programa regional son: educación para los derechos humanos, línea que, entre otras iniciativas, comprende el Premio Iberoamericano “Óscar Arnulfo Romero”; educación para el buen gobierno y la transparencia; educación para la ciudadanía; y, por último, derechos de la primera infancia.
La experiencia de Colombia nos demuestra que, con voluntad política para afrontar los problemas con decisión y compromiso real, solidaridad y apoyo de entidades gubernamentales y no gubernamentales y con una buena gestión de la información y el conocimiento se puede producir el cambio social. La inseguridad, la delincuencia, la violencia de género, la frustración de las nuevas clases medias, la corrupción, la deslegitimación de las democracias y el auge de los nuevos populismos son síntomas de sociedades que necesitan cambio social y líderes políticos y comunicadores que los hagan posibles.