El trabajo infantil priva a los niños y niñas de todos sus derechos – a la educación, al juego, a la salud-, los expone a abusos y violencia, refuerza ciclos de pobreza y profundiza la inequidad social. Los últimos datos muestran que los avances para erradicar el trabajo infantil se han estancado por primera vez desde hace 20 años y que se ha invertido la tendencia hacia la disminución del trabajo infantil, que venía registrando una importante disminución de 94 millones de 2000 a 2016. La COVID-19 y el consiguiente cierre de escuelas ha abocado a más niños y niñas a esta situación.
Se invisibiliza esta situación
El trabajo infantil empuja a los niños y niñas a realizar labores que exigen muchas horas de dedicación, para las que son demasiado jóvenes, que ponen en riesgo su salud y bienestar, que les roban tiempo de juego y que les apartan de la educación.
Existe una gran dificultad de contar con datos reales, especialmente en sectores de naturaleza opaca (explotación sexual); no hay registros de algunas de las actividades más peligrosas a las que se ven forzados muchos niños y niñas, con lo cual se invisibiliza esta situación, dificultando la toma de medidas por parte de los gobiernos.
160 millones de niñas y niños de entre 5 y 17 años están sometidos al trabajo infantil. Casi la mitad (79 millones) están realizando trabajos peligrosos que ponen en riesgo su salud y sus vidas. Además, las cifras de las llamadas peores formas de trabajo infantil (trata o reclutamiento para conflictos armados) podrían ser mayores de las que se estiman en la actualidad.
La prevalencia del trabajo infantil es del 24% en África subsahariana, tres veces mayor que en África septentrional y Asia occidental. El trabajo infantil en zonas rurales (14% de la población infantil) es casi tres veces más frecuente que en zonas urbanas (5%). Para eliminar el trabajo infantil en 2025, el progreso global tendría que ser casi 18 veces más rápido.
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