El año 2020 será recordado por el mundo del voluntariado como aquel en que el altruismo de miles de personas, que destinan generosamente su tiempo, capacidad y conocimientos a paliar con su presencia y esfuerzo las dificultades de los menos favorecidos, ofreciéndoles atención, comprensión y alegría, se ha visto truncado por el embate de la pandemia que ha obligado a nuestra sociedad a aceptar algo tan inaceptable como es la distancia social.
Nos satisface cuando se nos dice desde otras latitudes que somos una sociedad abierta, de intensa relación social, y nos reconocemos en ello y no nos apetece cambiarlo.
En cambio, llevamos casi diez meses en que esa manera de ser está en cuestión, por razones que todos comprendemos. Y quienes más lo echan en falta son aquellos que más necesitan compañía y atención, aquella parte de la sociedad a la que englobamos dentro del apelativo de vulnerable, y que es muy heterogénea; pero también lo sufren los voluntarios sociales, ávidos de poder acercarse a quienes esperan su visita, su cuidado, su simpatía. Es parte de su modelo de vida.
Las entidades que nos dedicamos al impulso del voluntariado nos hemos dado de bruces con una situación impensable hasta hace poco y ante un dilema angustioso: la pandemia ha sacudido duramente a sectores económicos enteros -pocos espacios productivos se han librado de sus efectos- y, de forma inevitable, a pesar de los apoyos que se han desplegado, la pobreza ha aumentado sensiblemente, por lo que la labor de los voluntarios es todavía más requerida y, no obstante, la precaución y las normas instituidas exigen un comportamiento distante para evitar la transmisión del virus a personas que por su avanzada edad, frágil salud o condiciones de vida precarias pueden ser fáciles víctimas de la enfermedad.
También hemos tenido que ser muy precavidos con la actuación habitual de los propios voluntarios, ya que, por su labor social, se expondrían frecuentemente al contagio, poniéndose ellos en riesgo y, por derivación, a sus familias. Se imponía, pues, el máximo rigor en el seguimiento de las indicaciones de las autoridades sanitarias, aconsejando abstenerse de interacciones peligrosas.
¿Qué hacer?
Pues hacer de la necesidad virtud.
Esa tecnología que a veces tanto denostamos por considerarla intrusiva y deshumanizadora, ha venido en nuestro auxilio.
Muchas entidades sociales se han apresurado a transformar, en lo posible, las actividades presenciales en acciones a distancia. No es lo mismo, es cierto, pero está siendo una alternativa válida y, a menudo, excelente, hasta el punto de que estoy convencido que, cuando regresemos a nuestra vida habitual, se simultanearán ambos métodos de acercamiento a los beneficiarios del voluntariado.
En la Asociación de Voluntarios de CaixaBank, con la inestimable ayuda de especialistas del grupo de CaixaBank y de otras empresas que se han prestado como voluntarios del conocimiento, hemos desarrollado e impartido, gracias a voluntarios monitores, talleres online de educación financiera para jóvenes, para personas con capacidades distintas o para adultos en dificultades. Se han creado y puesto en práctica talleres a distancia para ayudar a la autoocupación. Hemos diseñado cursos para cerrar la brecha de capacidad digital que padecen muchas pequeñas y medianas entidades sociales.
Se han dedicado muchos recursos financieros y humanos para elaborar esta nueva vertiente del voluntariado y aunque no colma el deseo de proximidad de todo voluntario social, si que, cuando menos, se ha establecido un cauce de comunicación entre voluntarios y beneficiarios que ha paliado el vacío que se abrió ante nosotros cuando la tragedia de la pandemia nos dejó desarmados.
Una vez nos deshagamos de ella, el voluntariado social presencial rebrotará con fuerza para atender unas necesidades que, lamentablemente, tardarán bastante tiempo en remitir.