Cuando hablamos de innovación en el ámbito de la salud de las personas, tenemos tendencia a pensar, básicamente, en dos grandes temas: por un lado, la investigación científica, que origina nuevos fármacos y tratamientos para mejorar la vida de las personas y, por otro lado, la digitalización del sistema sanitario para agilizar y mejorar la efectividad de la gestión, la consulta y el tratamiento de pacientes.
Ciertamente, la reciente y desdichada pandemia de la COVID-19 ha contribuido decisivamente a manifestar la necesidad de destinar recursos y toda nuestra atención, como sociedad, hacia estos dos grandes ámbitos relacionados con el progreso de la salud y de los sistemas sanitarios. De todos modos, si queremos obtener los resultados deseados de esta atención y de los recursos que reclamamos, resulta fundamental entender los orígenes y las implicaciones que comportan estos dos tipos de innovaciones.
La investigación biomédica permite entender los mecanismos que originan las enfermedades y disfunciones de los organismos y establecer las estrategias para prevenirlos y remediarlos. Aparentemente, la humanidad ha desarrollado vacunas contra el coronavirus en tiempo récord: en menos de un año de la declaración de la pandemia, tenemos disponibles varias vacunas. Ciertamente, se han destinado más recursos y más atención que nunca a la investigación y la resolución de este problema global.
Pero no podemos ignorar que este tipo de investigaciones requieren una inversión a largo plazo, paciente y muchas veces de resultados inciertos. Entre 2013 y 2016, la empresa Moderna recibió más de 150 millones de dólares de varias agencias públicas gubernamentales de los Estados Unidos para desarrollar nuevas vacunas basadas en el ARN mensajero, destinadas a luchar contra diversos tipos de virus. Estas etapas iniciales de desarrollo, fuertemente apoyadas por la administración pública, fueron decisivas, vistas en perspectiva, para el exitoso desarrollo de “la última milla” hasta la producción de vacunas contra la COVID-19.
Sobre el segundo gran bloque de innovación en el ámbito de la salud, la digitalización, el nivel de inversiones y de incertidumbre es mucho menor que en el caso de la investigación biomédica y la generación de nuevos fármacos. En cambio, existen enormes barreras que necesita superar para lograr difundirse en el mercado (o en la sociedad). Habitualmente pensamos en desarrollos informáticos, aplicaciones móviles y sistemas de gestión. En cambio, la digitalización efectiva implica repensar los procesos: deconstruir para volver a construir.
Esta tarea no es nada fácil y choca con innumerables resistencias que van mucho más allá de la mera complejidad tecnológica. La República de Corea fue uno de los primeros países de tamaño respetable que logró controlar la expansión de la primera oleada de la pandemia. El sistema que utilizaron giraba en torno a una aplicación móvil relativamente sencilla que, aparentemente, era milagrosa a la hora de detectar focos infecciosos y de controlarlos. La clave, como es lógico, no estuvo en la “app virtual”, sino en el proceso físico, efectivo, sistemático e integral de recopilación de datos, cribado, seguimiento, tratamiento y desinfección de “puntos calientes”. El proceso, del que el sistema digital sólo era una parte, fue lo que permitió a Corea tener éxito donde otros países fracasaron.
La intervención preventiva, con inversión masiva y paciente, logra avances tangibles en el tratamiento de las enfermedades y la mejora de la salud de las personas. La transformación impulsada por tecnologías de base digital es efectiva (y necesaria) cuando su implantación consigue la deconstrucción y reconstrucción de los procesos. Esta combinación de factores constituye un conjunto de condiciones de contorno ineludibles para la innovación en salud.
Este artículo forma parte del Dosier Corresponsables con Unoentrecienmil sobre el Día Mundial de la Salud