Hace 25 años, un estadio abarrotado decía adiós a los Juegos Paralímpicos de Barcelona. Una visita por las hemerotecas de ese mes de septiembre nos recuerda que Barcelona’92 supuso un punto de inflexión no solo para las Olimpiadas y la ciudad de Barcelona, sino también para la discapacidad. Por primera vez, los atletas paralímpicos celebraban su máxima fiesta deportiva con la complicidad de toda una ciudad y el mundo entero fijaba sus ojos en “los otros juegos”.
Gracias al tratamiento informativo sin precedentes que se dio, aquel verano de 1992 provocó un cambio de mentalidad en la forma de percibir el deporte paralímpico y la discapacidad. Muchas personas abrieron entonces los ojos hacia una parte de la sociedad normalmente silenciada o ignorada, un colectivo que debía superar a diario unos obstáculos imperceptibles para el resto de ciudadanos.
En una época en la que la “Responsabilidad Social Empresarial” y “Comunicación responsable” eran conceptos prácticamente desconocidos en España, la cobertura de los juegos ponía la semilla de la comunicación sobre deporte adaptado. Lejos de la visión paternalista que existía previamente, espectadores y medios de comunicación acudían a los estadios a ver a deportistas competir, más allá de su discapacidad.
También fue especialmente significativo que Antonio Rebollo, un deportista paralímpico, fuese el encargado de encender el pebetero en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos. Rebollo no fue escogido por ser un deportista con discapacidad, sino porque era el mejor arquero entre más de 100 candidatos y tras meses de pruebas. Él protagonizó uno de los momentos más icónicos de la historia olímpica, una imagen que quedó grabada en la retina de millones de personas y que demostró que las personas con diversidad funcional pueden hacer cosas extraordinarias, también en el mundo de los deportes.
*Contenido publicado originalmente en la Revista Corresponsables 50