Hola, MADRE. Te escribo con mayúscula porque cinco letras me parecen pocas para la intensidad de tu significado. Me piden que escriba sobre los cuidadores y las cuidadoras y solo me acuerdo de ti, de mí, y de los hijos que nos han elegido para venir al mundo. Y de las noches sin sueño. Las noches, sí. Porque son siempre las noches las que se hacen largas, casi eternas, en el llanto y el dolor de los que piden tu ayuda: un vaso de agua, un acompañamiento al baño con urgencia, o el grito de la última pesadilla.
Y tú, deslomada de cansancio, harta de servir, ni te planteas un mal gesto, ni una negativa por respuesta, porque para ti, madre, lo importante es el dar por dar y en cuestión de dar nadie te gana. Y así es el signo más llamativo de las que generan la vida, de las que ganan siempre todas las batallas: un dar sin tregua, un vivir para servir a cambio de una sonrisa o un gracias. ¿Para qué sirve la vida si no sirve para servir? te preguntas. Eres una piel con piel, mi cobijo, la seguridad de que, pase lo que pase, siempre me quedará tu espacio, ese lugar en el que escampan todos los chaparrones.
¿Recuerdas la noche en la que, después de limpiarlo todo, dispuesta ya a descansar, tuviste que volver a quitar las sábanas? No sé por qué casi nunca gritaste de hartazgo, de cansancio o desolación. No sé cuál el es motor tan poderoso que te levanta en mitad de la noche, madre. Dicen que el amor mueve montañas. Y niños con fiebre. Y padres moribundos. Y abuelos. Y hermanos. Qué poderosa me pareces.
El amor, madre, eres tú: un nombre que suena en mitad del frío, incondicional, una cuidadora que pone su mano en mi frente para impedir el vómito. En las enfermedades, en las debilidades, en todas y cada una de las tormentas, tu corazón se convierte en un refugio para rayos. Y tu mano, un bálsamo que alivia hasta las quemaduras más profundas del desamor.
Así eres, cuidadora, una madre imaginaria, un hombre con hombro en el que llorar, un antídoto contra la soledad del fin. Porque el fin está siempre por llegar a la vuelta de la esquina y en tu compañía, parece todo menos triste, más luminoso y sensato, menos final y más principio.
Gracias, cuidadora, madre, hombre de hombro resistente. Gracias por tener la delicadeza de enseñarme qué es la dignidad. Quiero aprender a morir, saberme tranquila, entender que hasta el final puede llegar a ser hermoso si estás a mi lado.
Me asusta la soledad. ¿Acaso tú no sientes miedo, madre? Creo que has entendido: acompañando, cuidando y estando, es como se alarga la vida y la vida hay que estirarla siempre.
¿Sabes, madre, que hemos construido un libro con las experiencias de doscientos cuidadores y cuidadoras? Lo edita mi sello LoQueNoExiste y lo promueve Aurelio López-Barajas, coordinador de todos los textos y el jefe de SUPERCUIDADORES. Me parece increíble. Te busco a ti en cada página. Es el libro de la vida y la muerte, del principio y del fin.
La mayoría de las que escriben son mujeres (el 81%) y solo unos pocos hombres. A mí, sin embargo, todas y todos se me parecen. Amor, capacidad de resistencia, gratitud, entrega, coraje, superación, ganas de vivir y sabiduría de vida.
Dices, con buen acierto, que algún día nos tocará a nosotros, los hijos y los nietos, cuidar y ser cuidados. ¿Estaré preparada? Gracias por enseñarme el camino.
Este artículo forma parte del Dosier Corresponsables: Día Internacional de las Personas Cuidadoras