Pero, ¿dónde están? Sabemos que por diversos motivos no interactúan aún en todos los lugares que una sociedad democrática y plural debería ofrecer a sus ciudadanos para ser sustentable. Todavía están en sus casas, todavía buscan una oportunidad, todavía esperan un entorno que facilite su integración verdadera y su permanencia para poder aportar toda la riqueza que una persona con discapacidad puede aportar.
Cuando escuchamos la palabra ‘discapacidad’, la asociamos a otras palabras como feos, desgraciados, pobrecitos, perdedores… Pero si el parámetro de felicidad es subjetivo y único, ¿por qué entonces dictamos estas sentencias? ¿Cómo construimos nuestros parámetros de éxito? ¿Qué pasa cuando no respondemos al parámetro de perfección que nos venden los medios y las tendencias impuestas por el mercado? ¿Por qué miramos el déficit y no las virtudes de quien tenemos enfrente? ¿Por qué la diferencia genera temor y no la maravillosa experiencia de descubrirse y complementarse en el intercambio? ¿Por qué ocurre esto en nuestro imaginario social? Culturalmente, la discapacidad genera tres percepciones:
• La lástima que desvaloriza porque presume que la condición de la persona está basada en el déficit.
• El temor que aleja porque nos angustia y no lo podemos manejar.
• La impotencia que paraliza porque nos falta información y no sabemos qué hacer.
Estas percepciones no nos permiten reconocer a una persona con deseos, sueños, afectos, habilidades y posibilidades. Nuestra mirada es la que promueve o descalifica. El cambio está justamente ahí, en nuestra mirada. Cada uno de nosotros puede hacer un aporte para la transformación hacia una sociedad plural, con diferencias pero sin desigualdades. Que cambie la vida de millones de ciudadanos con discapacidad está en nuestras manos.