Ante los desafíos recurrentes de los desastres naturales en Chile, como los incendios forestales en Valparaíso y las inundaciones provocadas por las lluvias en diversas regiones, surge una interrogante persistente: ¿por qué seguimos cometiendo los mismos errores? A pesar de la experiencia acumulada y los avances en la gestión de emergencias, los eventos catastróficos parecen repetirse anualmente, señalando fallas estructurales y estratégicas en nuestra preparación y respuesta.
Históricamente, Chile ha enfrentado emergencias bajo un enfoque predominantemente reactivo, destacando la acción de la Oficina Nacional de Emergencia del Ministerio del Interior y Seguridad Pública (Onemi). Esta entidad intervenía después de que los desastres habían ocurrido, limitando su capacidad para prevenir o mitigar daños significativos. Sin embargo, con la promulgación de la Ley 21.364 en 2021, se estableció el Sistema Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Sinapred), marcando un cambio hacia una gestión integral del riesgo. Este nuevo marco legal enfatiza la importancia de la prevención y la preparación como pilares esenciales para reducir la vulnerabilidad de las comunidades frente a eventos adversos.
A pesar de estos avances legislativos, persisten desafíos significativos. La falta de coordinación efectiva entre los distintos niveles de gobierno, el sector privado y las comunidades sigue siendo un obstáculo clave. Esta desconexión conduce a esfuerzos dispersos y a una duplicación de tareas que diluyen la efectividad de las medidas preventivas y de respuesta. Es esencial establecer una estructura clara de gobernanza que facilite la colaboración y el intercambio de información entre todos los actores involucrados.
Además, la presión sobre los ecosistemas costeros, como los afectados por las urbanizaciones y las actividades económicas intensivas, agrava la vulnerabilidad frente a fenómenos naturales. Los humedales y las dunas, que actúan como barreras naturales, son especialmente frágiles y su degradación compromete la capacidad de absorber y mitigar los impactos de las inundaciones y otros desastres.
Un aspecto crítico pero subdesarrollado es el ordenamiento territorial específico para las zonas costeras chilenas. La normativa actual es obsoleta y no aborda adecuadamente los desafíos contemporáneos, como el cambio climático y el aumento de la urbanización. Integrar mapas de riesgo en los planes de desarrollo y ordenamiento territorial es fundamental para evitar que las comunidades y la infraestructura crítica se establezcan en áreas de alto riesgo.
Para avanzar hacia una gestión del riesgo más efectiva, es imperativo modernizar el ordenamiento territorial, limitar la urbanización descontrolada y fortalecer las regulaciones ambientales. Asimismo, se deben asignar recursos adecuados y proporcionar capacitación continua a las autoridades locales y regionales, fortaleciendo así la capacidad de respuesta y adaptación frente a situaciones de emergencia.
La participación comunitaria emerge como un pilar esencial en la gestión del riesgo. Involucrar activamente a las comunidades en programas de educación y sensibilización sobre la importancia de la preparación y la respuesta ante desastres puede aumentar la resiliencia local y reducir la vulnerabilidad frente a futuros eventos catastróficos.
Superar la repetición de errores en la gestión de desastres en Chile requiere un enfoque integral y colaborativo. Desde la reforma legislativa hasta la implementación efectiva en el terreno, es esencial trabajar hacia una cultura de prevención y planificación sostenible que proteja a las comunidades y sus recursos naturales frente a los desafíos del futuro.
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