En un país donde la tradición alimentaria ha sido una fuente de identidad y salud, el marketing masivo de alimentos ultraprocesados ha logrado no solo entrar en la canasta familiar, sino también redefinir las loncheras escolares. Este fenómeno, impulsado por estrategias publicitarias dirigidas a los niños y sus entornos, plantea un desafío no solo para la nutrición de las nuevas generaciones, sino también para la preservación de las prácticas culinarias tradicionales.
A finales de 2024, la campaña “No Comamos Más Mentiras”, liderada por El Boletín del Consumidor y la fundación PARPAZ, cuestionó el poder de las grandes empresas de alimentos procesados, exigiendo al Ministerio de Salud y al Senado regulación en torno a la presencia de estos productos en los entornos escolares. Sin embargo, detrás de este debate hay una verdad incómoda: la estrategia de estas industrias no solo reside en la publicidad, sino en cómo han logrado posicionarse como imprescindibles en la vida cotidiana.
Un ejemplo revelador ocurrió en diciembre pasado, cuando en el atrio de la iglesia de Lourdes, niños recibían bolsas de productos de PepsiCo como parte de una campaña de donación.
Papas fritas, gaseosas y golosinas se ofrecían como “regalos”, pero en realidad, como explicó un representante de la empresa, estas acciones buscan posicionar la marca entre su público objetivo. “Nuestro interés está en los escolares, porque en ellos está el pico de nuestras ventas”, confesó.
Este tipo de prácticas no es nuevo, pero ha alcanzado una sofisticación alarmante. Según Paola Gómez, nutricionista y experta en salud pública, “el marketing alimentario dirigido a niños utiliza colores, personajes y hasta asociaciones con el deporte para disfrazar los riesgos de estos productos. Lo que no muestran en los comerciales es cómo estos alimentos contribuyen a problemas como la diabetes, la obesidad y el deterioro del sistema digestivo desde edades tempranas”.
La expansión de los alimentos procesados también ha desplazado a la cocina tradicional. Productos icónicos como las cocadas, los bolis o las gelatinas de pata han sido industrializados, perdiendo su esencia artesanal y convirtiéndose en versiones empaquetadas y más rentables para las grandes empresas. “Lo preocupante no es solo la pérdida del patrimonio culinario, sino cómo estos alimentos ultraprocesados se presentan como equivalentes a los productos caseros, cuando en realidad tienen un impacto muy diferente en la salud”, señala Gómez.
El impacto cultural y nutricional se agrava con la falta de regulación efectiva. Aunque las etiquetas de los productos incluyen información nutricional, estas son fácilmente manipuladas. “Las empresas se ingenian para cumplir con la ley de manera superficial, destacando vitaminas o proteínas en cantidades ínfimas para justificar sus beneficios”, explica Laura Sánchez, activista de la campaña “No Comamos Más Mentiras”.
A pesar de las iniciativas regulatorias, la solución podría estar más cerca de casa. “Es crucial que las familias redescubran los valores de la cocina tradicional. Coladas de plátano, avenas caseras, tortas de espinaca o arepas no solo son más saludables, sino que también fortalecen la conexión con nuestra cultura y nuestras raíces”, apunta Sánchez.
Recuperar esta tradición no es solo un acto de resistencia frente a las industrias alimentarias, sino también una forma de garantizar el bienestar de las generaciones futuras. En palabras de Gómez: “La lucha no es solo contra los empaquetados, sino contra un sistema que ha reemplazado la nutrición por el consumo. Es hora de devolverle a la lonchera escolar y a la mesa familiar el sabor de lo auténtico”.
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