En un mundo que avanza a pasos lentos hacia la sostenibilidad, el impacto ambiental de la industria militar sigue siendo un tema invisible pero crítico. Mientras los conflictos armados devastan Sudán, Ucrania y Gaza, entre otros territorios, sus consecuencias van más allá de la destrucción humana: los ecosistemas colapsan, las tierras pierden su fertilidad y el tejido social se desmorona, dejando cicatrices que tardan décadas en sanar.
Aunque los esfuerzos globales por reducir la huella ambiental proliferan —desde la reforestación en el Sahel hasta la restauración de manglares en Pakistán—, la industria militar sigue operando en las sombras. Protegida por el secretismo estratégico, está exenta de reportar sus emisiones bajo acuerdos internacionales como la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Esta exclusión no solo impide el monitoreo, sino que también perpetúa una impunidad climática alarmante.
Investigaciones recientes arrojan cifras inquietantes. Según el Conflict and Environment Observatory, el sector militar es responsable del 5.5 % de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. En Estados Unidos, la industria militar ha generado más del 31 % de las emisiones históricas del país, según el Transnational Institute. Estos números son especialmente reveladores si consideramos que la inversión global en armas triplica lo destinado a mitigar la crisis climática, a pesar de que el cambio climático mata veinte veces más personas que los conflictos armados.
Más allá de las emisiones, el impacto de esta industria afecta profundamente los pilares del desarrollo sostenible: daña irreversiblemente ecosistemas, desestabiliza economías locales y deja secuelas físicas y psicológicas en las comunidades afectadas. Las bases militares, en lugar de aportar desarrollo, a menudo incrementan desigualdades y tensiones sociales, según estudios de Rasa Samaliukiene.
El problema no es solo de escala, sino de prioridades. Mientras países, empresas e instituciones invierten en tecnologías bélicas, los esfuerzos por combatir el cambio climático quedan relegados. ¿Cómo justificar que las emisiones de la industria militar estén fuera del escrutinio global, mientras otros sectores hacen esfuerzos para reducirlas?
En este contexto, Denise García, experta en desarme y profesora de la Universidad Northeastern, plantea una pregunta crucial: ¿podemos avanzar hacia un desarrollo sostenible mientras mantenemos a la industria militar fuera de la contabilidad ambiental?
Si aspiramos a un futuro más pacífico y sostenible, es imperativo que la industria militar deje de operar en las sombras. La rendición de cuentas debe ser el primer paso, exigiendo que este sector reporte sus emisiones y adopte políticas para reducir su impacto ambiental. Al mismo tiempo, la comunidad internacional debe redirigir recursos hacia iniciativas que mitiguen el cambio climático y promuevan la paz.
El desarme y la adaptación climática no son objetivos excluyentes, sino complementarios. Mientras detener las guerras parece una meta lejana, avanzar hacia la transparencia ambiental de la industria militar es una tarea inmediata y necesaria. La sostenibilidad global no puede construirse sobre cimientos de destrucción; es hora de enfrentar el impacto ambiental de la guerra como una prioridad para el presente y el futuro.
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