Todos llegamos pensando que nuestros países ocupan los primeros puestos en temas de corrupción, que la trampa es parte de nuestra cultura nacional, que las conductas indebidas o malintencionadas solo pasan en nuestros países. Y lamentablemente en muchos casos es cierto; Colombia no es reconocida precisamente por su capacidad institucional y respeto por la ley. Sin embargo, no es un tema en el que estemos solos: si en Colombia llueve, en Brasil, México, Argentina y demás países de Latino América no escampa, incluso en África, Europa y Asia este tema es un verdadero problema. La corrupción se ha convertido en una problemática sin fronteras.
El Encuentro resaltó temas que ya se han discutido bastante en este tipo de espacios: que la corrupción no es solo un tema del sector público sino también una enorme responsabilidad del sector privado, que la gestión de riesgos de corrupción no debe enfocarse solo internamente en la empresa sino que debe abarcar su cadena de valor, que la corrupción genera enormes ineficiencias en los mercados, tiene impactos negativos en la reputación, aumenta los costos de transacción y distorsiona las decisiones de negocio, que el compromiso anticorrupción debe venir desde la alta dirección quien debe empezar por dar ejemplo. Seguir construyendo informes, reportes, análisis y recomendaciones en este punto ya no es útil porque ya todos sabemos cuáles van a ser los resultados: la corrupción ha permeado todos los actores, a todos los niveles, y en todos los países.
Sin embargo, la importancia del encuentro radicó en la reflexión interna que suscitó en cada uno de los que participamos. Todo el mundo cree que es más íntegro de lo que realmente es, a nadie le gusta reconocer que, en ciertas ocasiones, es corrupto. Utilizamos otros nombres para disfrazar nuestras conductas poco éticas a través de invitaciones a almorzar, un “colabóreme”, un “tomémonos un cafecito”, o un “cómo podemos arreglar esto”. La corrupción siempre la vemos afuera. Nos queda muy fácil juzgar los errores de los demás, repudiamos a los políticos y señalamos a las empresas por corruptos. Nos queda muy fácil justificarnos y sacar excusas por nuestras actuaciones cuando muchas veces caemos en conductas similares a las que tanto criticamos de otros.
¿Cuál es entonces la solución a esta enfermedad que no distingue fronteras ni personas? ¿Cuál es el incentivo para que las personas actúen guiadas por la ética y los principios cuando no es el ejemplo que reciben de sus líderes, políticos, y superiores? ¿Con qué sentido de liderazgo un gerente le pide a sus empleados que sean éticos si ese no es el ejemplo que ven en su jefe? ¿Será que la única opción es radicalizar tanto las penas a tal punto que la gente se mueva más por el miedo que por el deseo de actuar éticamente? ¿O será que es cuestión de fortalecer los principios éticos bajo los cuales actuamos?
Cuando cambian las personas cambian las organizaciones. Debemos empezar por lograr que los empleados, los directivos, los socios comerciales y todos con los que tenemos relación “cambien el chip” empezando por sensibilizar, acompañar y generar conciencia en todos ellos para que todas sus actuaciones –personales y profesionales- las hagan con un sentido ético, con honestidad e integridad. Necesitamos de empresas que entiendan y gestionen los riesgos de corrupción que identifiquen en sus operaciones del día a día, que brinden a sus empleados lineamientos de buena conducta, que los guíen y les expresen claramente la conducta ética que esperan de ellos, necesitamos directivos y líderes empresariales comprometidos con la ética y transparencia dispuestos a ser ejemplo de integridad. No necesitamos complejos sistemas, códigos y normativas de cumplimiento y buen comportamiento que terminen archivados en un rincón de la oficina y que no lleguen a ser más que letras en un papel, necesitamos voluntad de ponerlas en práctica. Necesitamos urgente pasar del compromiso a la acción para poder comenzar a ver verdaderas transformaciones.