El primer diccionario de la reputación que se edita en el mundo ya es una realidad gracias a vuestra implicación como editores. ¿Qué ha llevado a Villafañe & Asociados a desarrollar este proyecto?
Han sido varios los motivos que nos animaron a adentrarnos en esta aventura, incluida la pandemia que nos ató a muchas personas a la pantalla del ordenador y, a veces, era una cuestión de cambiar de tarea ya que tampoco se podían hacer muchas otras cosas. En cualquier caso, el motivo más importante ha sido poner negro sobre blanco en lo que a una Teoría de la Reputación Corporativa se refiere. Llevamos ya más de veinte años tratando la reputación de las empresas de manera banal e interesada en no pocas ocasiones y ya era hora que, nosotros o quien lo hubiera hecho, tomara la iniciativa de someter a escrutinio del mundo académico y profesional los fundamentos científicos de esa teoría.
Recientemente analizaste la relación entre Reputación y RSC y concluiste que las organizaciones reputadas han de ser también responsables ¿Qué criterios debe cumplir una empresa para poder ser responsable?
En la página 57 de un libro mío titulado La buena empresa. Propuesta para una teoría de la reputación corporativa respondo a esta pregunta literalmente así: “La responsabilidad tiene un componente ético incuestionable desde mi punto de vista y una empresa debe ser responsable cuando moralmente esté obligada a ello. Si no existe obligación moral no existen ni obligación ni responsabilidades sociales, y esta afirmación no contradice el carácter de voluntariedad consustancial a la responsabilidad corporativa”.
En buena parte de tus exposiciones públicas recientes sostienes que las buenas empresas son transparentes y la transparencia es un mínimo que se exige a una empresa cotizada ¿Qué buenas prácticas en este ámbito te gustaría destacar?
La transparencia de una empresa cotizada es un tema cuyo abordaje resulta complejo, porque no puede obviarse que multitud de informaciones, incluso emitidas por las propias compañías, pueden resultar lesivas para sus intereses. Dicho esto, yo pienso que los códigos de buen gobierno en la mayor parte de los países del primer mundo no son lo suficientemente exigentes con algunos aspectos relacionados directamente con una transparencia mínima que puede afectar sobremanera a la calidad de la gobernanza de esas cotizadas. Pongo un ejemplo –la figura de los consejeros independientes—y todo un epifenómeno que puede describirse en torno a esta figura: los criterios de selección; la adecuación profesional a la función que han de desempeñar, su independencia real con relación a quien le propone… y si queremos entrar de verdad en harina, su retribución en aquellas compañías de elevada cotización.
¿Cuánto debe cobrar un consejero independiente? ¿Qué criterios cabría establecer para garantizar su independencia?
La publicación anual de una cifra sobre la retribución de un consejero no es un acto de transparencia respecto al hecho fundamental, la independencia de ese consejero independiente. Sí lo sería, por ejemplo, si se hiciera público el tanto por ciento que su retribución en esa cotizada supone sobre el total de su ingreso por rendimiento laboral: ¿puede ser independiente un consejero cuya única retribución proviene de la compañía a la que contribuye a gobernar?
Dicho esto, lo que también es justo reconocer es el esfuerzo que las cotizadas han hecho en una cuestión como la transparencia corporativa que, a mi juicio, tiene mucho más que ver con una cultura añeja, que tendía a la opacidad a veces sin razón importante alguna, que a un hecho del cual sacar provecho. La transparencia es un proceso irreversible como lo son los criterios ESG que cada vez de manera más determinante comienzan a impregnar la sostenibilidad.
¿Qué peso debe tener la comunicación de las buenas prácticas socialmente responsables de las organizaciones en su estrategia reputacional?
Esta es otra de las preguntas de libro –la importancia de la comunicación en la reputación corporativa—para la que, en mi opinión, solo existe una respuesta: la comunicación ni quita ni pone reputación, pero sí es trascendental para generar valor cuando la empresa logra transmitir eficazmente lo que hace bien con relación a la satisfacción de las expectativas de sus stakeholders. Si una buena empresa no comunica sus fortalezas reputacionales, no va dejar de ser una buena empresa, simplemente no va a poner en valor –valor económico—su reputación. Esto es lo que se conoce como el “síndrome de Van Gogh”.
En la actual coyuntura tan convulsa que estamos viviendo, ¿cuáles son a tu parecer los grandes retos a los que se enfrentan las organizaciones en materia de reputación corporativa y gestión socialmente responsable?
Personalmente es algo que tengo muy claro: comprometerse de manera fehaciente con el futuro del planeta, de la humanidad, del bien común. Yo no soy sacerdote, ni nada parecido, me considero un científico social rabiosamente empirista y, aunque no es cierto, muchas veces les digo a mis colegas de la firma y a mis alumnos que yo no tengo opiniones, solo evidencias empíricas. Pues bien, desde estas evidencias empíricas una buena empresa tiene que hacer parte común con la sociedad en la búsqueda de un nuevo contrato social. O el capitalismo se salva a sí mismo o nos hunde a todos con él.