No puedo decir cuánto me ha costado ganarme el título de animal racional, cuánto he batallado para concebir la inteligencia como esa habilidad instintiva de reaccionar positivamente al cambio de circunstancias y colegir las variables que lo ocasionan; huelga decir que no entiendo cómo acabé aquí, bregando por la preservación del medio ambiente y entrando en unos laberintos mentales casi traumáticos con las mentes que se supone que debo ayudar en el aula para que las materias que imparto cobren trascendencia y tengan las repercusiones esperadas. Confieso que, si he sido advertida con la debida antelación, hubiera huido como Dios me diera a entender. Pero el orgullo de ser académica también me tiende sus trampas y heme aquí: opinando sobre temas que hace apenas una década me rebasaban por completo.
Bien, “a lo que te truje”. Dicen que Porfirio Díaz nunca pudo quitarse esa manía de conjugar el “traer” de forma retorcida. Yo no puedo quitarme esta manía de querer despertar conciencia en mis alumnos y, a veces por sensatez y creo que otras más por terquedad y perseverancia, he adquirido –a la brava y no muy convencida- compromisos con los que cumplo, de chiripa, a carta cabal porque ese rollo de la inteligencia se me hace igual de relativo que el de la justicia, que es el primer ideal que pretendemos promover desde la responsabilidad social y la sostenibilidad. La bronca es: ¿cuál es el criterio universal con que medimos lo que a cada quien corresponde por derecho? Porque estoy convencida de que hay gente que cree merecer el cielo y más por méritos de interpósita persona y esa es una actitud que se atribuye muy frecuentemente a los alumnos de las universidades privadas con determinado prestigio, y la Ibero Torreón no es la excepción. ¿Qué y cómo hacemos para sacudirnos ese estereotipo?
Ahí les va:
“Hombres para y por los demás…”. Esta es una idea del Padre General Pedro Arrupe, S.J., que ha trascendido en el tiempo e impactado positivamente tanto al interior como exterior de la comunidad a la cual se encuentra adscrita la Ibero Torreón; la aprobación social ha sido conferida precisamente por los resultados del trabajo arduo de la institución en diversos ámbitos; pongamos como ejemplo el proyecto El Aula es México en el cual, por principio de cuentas, el alumno debe despojarse de todas y cada una de sus “posesiones más importantes” para enfrentarse a prioridades diametralmente opuestas a las que traen en mente cuando son estudiantes de recién ingreso; emprender una aventura desde el momento mismo que toman un autobús que los conducirá a las regiones más inhóspitas e inciertas de nuestro país, saber que en sus hombros y mentes recae un alto grado de responsabilidad hacia comunidades que desesperadamente necesitan “una manita de gato” para dejar de tan adversas hacerlas atisbar el nivel de esperanza suficiente para hacerse acreedoras a un futuro respetable; y así transcurren dos meses durante los cuales el alumno, sin percatarse, establece una conexión con ellas de tal modo que cuando regresan a la cotidianeidad su realidad es otra, enriquecida, en primer lugar, por la conciencia total de la existencia de entornos ajenos a su zona de confort y, en segundo, por la satisfacción de constatar su nuevo alcance para operar cambios positivos a través de acciones dignas de un ente socialmente comprometido. Porque, entonces, la esperanza de “los otros” también se hace suya y entiende, quizá por vez primera, que el bienestar ajeno repercute en el propio.
El proyecto en mención constituye una de muchas instancias en virtud de las cuales la Universidad Iberoamericana Torreón ha obtenido por tres años consecutivos el distintivo como Empresa Socialmente Responsable, gracias al cual la comunidad empresarial apuesta, además del Modelo Pedagógico Ignaciano, por otros objetivos como el cuidado del ambiente, la equidad de género, la calidad de vida y el compromiso permanente en la construcción de un México justo y equitativo que pueda ser el hilo mediante el cual esa lucecita (clásico diminutivo distintivamente mexicano) al final del túnel llamada sostenibilidad se convierta en una realidad ceñida a las palabras de Íñigo de Loyola: “Adecuarse a tiempos, lugares y personas”.