Así como del dicho al hecho hay mucho trecho, la extensa e interminable discusión sobre cómo derrotar el hambre en el mundo y en el Perú, exhibe esfuerzos importantes pero aislados todavía y muchas vallas que saltar.
Si hay hambre hay escasez material, malnutrición y desnutrición, por lo cual es la expresión de un problema de fondo como la precariedad económica (con desempleo y subempleo) y producto de ello, la falta de acceso a alimentos suficientes en calidad y cantidad.
A ello se une la falta de educación adecuada para saber cómo aprovechar aquello de alto valor nutricional y precio más accesible, y saber comer de modo funcional -sin que nutrirse implique saciarse hasta reventar- cosa que médicos y nutricionistas cuestionan siempre porque el consumidor muchas veces decide únicamente por platos abundantes en carbohidratos simples, algo muy común en los segmentos menos educados y más pobres.
El hambre como problema crónico en el mundo, expresa el estancamiento de muchas personas que no logran instalarse como elemento de valor en el sistema. ¿Cuánto vale la hora de trabajo de una persona sin primaria o secundaria completa, sin habilidades básicas de comprensión, cálculo y comunicación? ¿sin conexión con los mercados sostenibles? La culpa no es “del sistema”, entonces, sino de los gestores con poder decisivo sobre las masas, básicamente los responsables de las políticas públicas.
Esto no exime a cada persona de su responsabilidad individual para esforzarse en la vida y ver opciones de cambio en sus costumbres y esquemas de convivencia (ojo con la alarmante anemia y el incremento del embarazo adolescente en el Perú), pero ese tema linda con lo idiosincrásico y será motivo de otro artículo.
El hambre actual en este país es entonces un problema de precarización del mercado del trabajo, de depresión en las expectativas de crecimiento para los agentes económicos que son el motor del empleo, y de hecho, expresa la ausencia de políticas públicas para amplificar (democratizar es un incómodo concepto político) el acceso a mercados de valor, mercados en los cuales el trabajo de la gente genere la cobertura mínima de lo que significaría una buena educación para la salud y nutrición.
Sin embargo, mientras la economía no crezca según su “potencial obligatorio”, y la gestión pública no focalice la erradicación de la pobreza (mirando sobre todo a los que están recluidos en los llamados “bolsones”), el hambre seguirá siendo la marca en la piel de un gran sector de peruanos, coincidentemente los menos educados.
Opciones
El Perú y otros países latinoamericanos también han sido víctimas de la ausencia de una estrategia de contención económica frente a la avisada alza internacional del precio de los commodities y los insumos agrícolas como la úrea, con el fuerte impacto en los precios finales de los alimentos industriales y pecuarios.
Aquí, “el sistema” no solo careció de dirección y estrategia oportuna sino junto a ello, de falta de gestión y gobernanza. La industria alimentaria, por ejemplo, es una opción poderosa para hallar junto a la tecnología, insumos, formatos y presentaciones que- sin dejar de crear valor-, puedan ofrecer alimentos nutritivos más accesibles y convenientes en precio y calidad para el consumidor. Sin embargo, el contexto de la inversión para este sector, ha sufrido, como otros, acoso regulatorio e inestabilidad jurídica por razones nada técnicas, cuando más bien gobiernos e industrias pueden ser mejores aliados para lograr el acceso a una mejor calidad de vida, sin determinismos reglamentaristas.
Finalmente, la educación debe ocupar un rol primordial en la erradicación del hambre y la malnutrición. Las clases medias, por su anchura e interacción, deben dar el ejemplo y hacer honor a su educación para la salud, desterrando esos argumentos de falso ahorro como “No compro esas berries carísimas porque tengo que comprar mi entrada para ver a “Good Bunny”.
Esta tribuna forma parte del Dosier Corresponsables: Día Mundial del Hambre, en colaboración con The Hunger Project México.