Según datos del periódico Reforma, los principales corporativos que cotizan en la bolsa mexicana de valores, sortearon la terrible crisis económica de 2009 con un incremento prome-dio de 25% en sus utilidades netas reportadas, pero afectando negativamente a su plantilla laboral en una cifra cercana a los 30,000 trabajadores.
Cuando alguna vez comenté lo anterior con un grupo de ejecutivos de una empresa multinacional su reacción, espontánea y sincera fue: “Trabajamos un tercio de los que éramos y producimos el triple, pero no ganamos el doble”. De hecho, ganaban lo mismo sino es que menos, porque la casa matriz había decretado congelación de aumentos salariales y reducción de prestaciones para el personal ejecutivo.
Quizá por ello sea que Adela Cortina, filósofa promotora de la ética empresarial y voz autorizada en torno al tema, haya dicho que la forma en que se aplica la RSE sea mucho más cosmética que ética.
La pregunta es relevante: ¿Estamos viviendo un modelo de Responsabilidad Social Empresarial que es esencialmente cosmético? Digamos, un modelo que arregla un poco la imagen de las compañías y les permite salir decorosamente en los medios de comunicación y cuidar las marcas (y las máscaras), pero en el fondo no están muy interesadas en promover el bien común, el desarrollo social integral o cuidar el lado humano de la gestión. ¿Es así? Simple y llanamente sí. Y no está bien. No es la Responsabilidad Social que queremos de las empresas. Ni la que necesitamos.
En el fondo, este ha sido desde siempre no sólo el gran problema ético del capitalismo sino el problema, muy humano, del manejo de la riqueza y el poder. Y es que el corazón de los hombres se corrompe con facilidad si no velamos por él y lo cuidamos.
No es que la riqueza en sí misma sea mala. Ni el poder. El problema es que fácilmente nos dejamos dominar por ellos, convirtiendo a los medios en fines y perdiendo de vista el ver-dadero sentido de nuestra existencia.
Es cierto, el capitalismo de nuestros días no parece más salvaje que el del siglo XIX. Pero tampoco es tan distinto. Y es que el incentivo de las ganancias genera una ambición sin límite, que bien conduce a vender la propia alma con tal de tener un poquito más. Y si la cultura dominante legitima la ganancia financiera como un valor por encima de cualquier otro, no será fácil que en la toma de decisiones institucional se le pueda dar más peso al bien común que al bien privado o que se pueda anteponer el bienestar de las personas a las ganancias de capital. Frente al espejismo del fundamentalismo de mercado tendríamos que reencontrar fundamentos más sólidos para el desarrollo humano y social.
Se debe reconocer que no habrá auténtica Responsabilidad Social de la empresa y que no podremos levantar una economía que verdaderamente sirva a las personas en tanto no nos reencontremos con una mejor jerarquía de valores que, poniendo los puntos sobre las íes, asegure la prevalencia del espíritu sobre la materia y de las personas sobre todas las cosas.
¿Podremos vivir una auténtica Responsabilidad Social Empresarial que no sirva a ese becerro de oro? Ojalá. Nuestro mundo lo necesita.