Resulta manido el debate entre la obligatoriedad y la voluntariedad de las empresas en materia de responsabilidad social. Mi respuesta será siempre la misma: el justo equilibrio, a ello debe aspirar nuestra sociedad.
Tener una responsabilidad social obligatoria lleva, inevitablemente, a dejar de hablar de responsabilidad social para pasar a hablar de cumplimiento legal o normativo. La responsabilidad social presupone una cierta dosis de voluntariedad, pero por otro lado nuestro sistema jurídico-institucional requiere dotarse de una irrefutable porción de garantías. Unas garantías que procuren la igualdad de partida y que no permita que nadie quede atrás.
Ese justo equilibrio, no es sencillo, es la fiel manifestación de esa elección por el “término medio” ya enunciaba Aristóteles en el siglo IV a. C. “es sabio quien elige el término medio entre el exceso y el defecto porque en eso consiste la virtud”. Y ese justo equilibrio creo que es el fin último de leyes como la que nos ocupa: la ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público, que emana de la transposición de dos directivas europeas, la 2014/23/UE y la 2014/24/UE.
En ocasiones es necesaria una acción proactiva de la administración y, en cuestiones de contratación, la “cosa pública” tiene mucho que decir. En la comunicación de 2 de diciembre de 2015, la Comisión Europea señalaba que la contratación pública representa el 20% del PIB de la UE y, en el caso español, este impacto no va a la zaga. Con todo ello, cualquiera puede hacerse a la idea del impacto que el establecimiento de determinadas clausulas en materia de contratación pública puede ocasionar en nuestra economía.
Debemos tener presente que sobre el papel ya existía la obligatoriedad para las empresas de, sobre ese principio fundamental de “no dejar a nadie atrás”, mantener ciertos porcentajes en sus plantillas cubiertos por personas con discapacidad, ahora bien, su cumplimiento acaba por no ser todo lo escrupuloso que debería y, en ocasiones, estas entidades, optaban por pagar la multa que se les establecía.
Y este es precisamente uno de los cambios fundamentales que introduce la ley, una ley a la que, no olvidemos, le restan importantes desarrollos legislativos, que nace fruto de la propuesta inicial de este gobierno y de las enmiendas que en Congreso y Senado efectuaron todas y cada una de las formaciones políticas. El resultado: un texto sólido, punto de partida fundamental para el establecimiento de una contratación pública responsable y que proyecta gran número de oportunidades tendentes a corregir desajustes de nuestro mercado laboral y una protección en materia ambiental.
La ley establece prohibiciones de contratar en el supuesto de incumplimiento del requisito mínimo de trabajadores con discapacidad y, entre otras, incorpora previsiones específicas de carácter social en el ámbito de la adjudicación, como son el fomento de la integración de personas con discapacidad o en riesgo de exclusión social, la subcontratación con Centros Especiales de Empleo o Empresas de Inserción, la potenciación de los planes de igualdad de género, el fomento de la contratación femenina, la conciliación de la vida laboral, personal y familiar, la mejora de las condiciones laborales y salariales, la estabilidad en el empleo, la protección de la salud y la seguridad en el trabajo, la aplicación criterios éticos y de Responsabilidad Social o la utilización de productos basados en comercio equitativo.
En los desarrollos posteriores, con la finalidad de continuar avanzando de manera efectiva en el reto de lograr una contratación pública socialmente más responsable, ya se ha creado una Comisión Interministerial para la incorporación de criterios sociales en la contratación pública que permita una actuación coordinada del sector público estatal en la incorporación de dichos criterios y que está presidida por el Secretario de Estado de servicios Sociales e Igualdad.
*Contenido publicado originalmente en la Revista Corresponsables 53