Tradicionalmente, a las empresas les bastaba con obtener beneficios económicos, respetar la legalidad y generar empleo. Era la época de la industrialización y se movían en el paradigma de maximizar el beneficio económico para los accionistas.
Después, la realidad fue cambiando, aparecieron nuevos problemas globales -crisis climática, aumento de las desigualdades sociales…-, cambiaron las expectativas y apareció el modelo de sostenibilidad como la nueva manera de hacer empresa. Ahora había que equilibrar los diferentes efectos derivados de su actividad y las organizaciones -todas ellas- debían ser transparentes y rendir cuentas de sus impactos no solo económicos, sino también sobre el medio ambiente y sobre las comunidades en las que operaban.
Derivado de las sucesivas crisis económicas y migratorias, de la polarización a nivel político, de la afloración de los casos de corrupción, del crecimiento acelerado de la inteligencia artificial, de las urgencias climáticas y sociales en las que nos encontramos, lo que en principio era una apuesta voluntaria de las organizaciones se ha convertido, al menos en el contexto europeo, en una exigencia de transparencia regulada por normas cada vez más exigentes.
El proceso descrito nos anuncia que hemos realizado progresos significativos y sería razonable pensar que este progreso debería afianzar un crecimiento sostenido en el nivel de confianza en nuestras organizaciones, pero los datos nos demuestran que no hay cambios sustantivos en los últimos años.
Entonces, ¿qué está pasando?
Seguramente existen muchas razones, pero destacaremos dos que nos parecen muy relevantes y que tienen la ética como denominador común. Una situacional y de contexto, vinculada con el comportamiento -y el talento, o no- de las personas que nos gobiernan y definen las normas de juego, y otra de carácter más atemporal, radical, relacionada con nuestra capacidad de conectar con las raíces para ir al fondo de los problemas y aplicar soluciones que generen credibilidad, compromiso y confianza.
¿Qué nos dicen los datos sobre la primera de las razones?
Si acudimos a los datos, del estudio “Trust Barometer”[1] que Edelman realiza anualmente desde hace más de 20 años se desprenden algunas observaciones interesantes. En este estudio se analiza si existen diferencias de confianza respecto a diferentes tipologías de instituciones, y se observa que los gobiernos y los medios de comunicación han ido perdiendo confianza, llegando a caer en niveles preocupantemente bajos, mientras que las empresas y las ONG son las instituciones que cuentan con más confianza para resolver los problemas de la sociedad, aunque, eso sí, manteniéndose en niveles intermedios de la escala. En la misma línea, una conclusión impactante: los gobiernos y los medios son considerados una fuerza divisora de la sociedad, mientras que las empresas y las ONG son vistas como una fuerza unificadora de la sociedad. Además, el estudio también recoge como dato que la polarización política actual se correlaciona con la generación de más desconfianza.
Esta situación, aunque resulte un tanto paradójica, es aún más preocupante. ¿Qué está pasando con las personas que “teóricamente” se dedican a gobernar? José Antonio Marina lo explica muy bien en su último libro “Historia universal de las soluciones. En busca del talento político”[2]: necesitamos una Academia para formar el nuevo talento político, un talento capaz de deliberar con otras personas que no piensan como uno mismo, para llegar a acuerdos y resolver los problemas de la convivencia – del bien común, de la “felicidad pública”-; un talento que sustituya el “no talento” actual que, instalado en la lógica partidista de la lucha por el poder, se olvida de su verdadera razón de ser. Necesitamos sustituir la política del conflicto por la política de las soluciones que dé respuestas a las necesidades de entendimiento y convivencia del mundo diverso y complejo en el que vivimos.
Vayamos con la segunda de las razones, ¿Qué nos dicen los datos?
El mismo estudio analiza los dos pilares en los que se asienta la confianza: la capacidad técnica y la capacidad ética. Dos datos: primero, las empresas y las ONG son consideradas más éticas y más competentes que los gobiernos y los medios y, segundo (salvo en algunos años concretos), ninguna institución es considerada competente y, además, ética. En general, la competencia, la capacidad técnica (“confío que sabes hacer lo que dices que harás y que lo vas a hacer correctamente -eres competente”-) puntúa en positivo. Donde aparece más camino por recorrer es en la capacidad ética (“confío en tus intenciones, en tu integridad, en que no me engañarás y que asumirás las consecuencias de tus actos – eres responsable-“).
De aquí se puede deducir que la confianza cojea por la percepción de falta de ética en nuestras organizaciones, deducción que correlaciona con otro estudio[3], realizado por beethik en colaboración con DIRSE, cuya principal conclusión es elocuente: “El gran reto ético de las organizaciones es reducir la brecha entre lo que decimos en nuestras declaraciones institucionales y lo que hacemos en el día a día”.
Los datos están ahí.
Nuestras organizaciones, empresariales y del tercer sector, han mejorado en su capacidad técnica para avanzar en el camino de la sostenibilidad mejorando los impactos positivos a nivel económico, ambiental y social. Ahora, para fortalecer la confianza -esa base que avala la convivencia y el establecimiento de cualquier relación humana- hay que invertir energías y recursos para conectar con nuestras raíces y desarrollar una infraestructura ética que nos ayude a alcanzar el máximo nivel de coherencia entre “lo que decimos” [nuestros valores], “lo que hacemos” [nuestro comportamiento cotidiano] y “lo que sentimos” [en las relaciones con los demás]. De esta manera, estaremos construyendo organizaciones más auténticas, humanas y sostenibles.
[1] https://www.edelman.com.es/claves-de-actualidad
[2] https://www.joseantoniomarina.net/historia-universal-de-las-soluciones/#intro