En un informe publicado en 2010, la ONU reconoció que la agricultura y los combustibles fósiles son las dos principales amenazas para el medio ambiente de la Tierra. La mayoría de los lectores entenderán rápidamente la alusión a los combustibles fósiles, pero seguramente la calificación de la agricultura como amenaza ambiental planetaria requiere una explicación más detenida.
Probablemente, el impacto más obvio de la agricultura sobre la naturaleza es la deforestación de enormes superficies para conseguir tierras de cultivo. Esta práctica es responsable del actual paisaje de grandes extensiones tanto en España como en otros países. El crecimiento de la población mundial conlleva una continua expansión de las tierras agrícolas a costa de ecosistemas de elevada biodiversidad, como es el caso de las selvas tropicales y otros bosques de países en vías de desarrollo. En este sentido, dos de los cultivos más nocivos para la salud del planeta son la soja y la palma de aceite. El aceite extraído de esta palmera es ingrediente de margarinas, cereales, patatas fritas, dulces, jabones, cosméticos, etc. En las etiquetas de los alimentos figura como “grasas o aceites vegetales”.
El comercio de larga distancia aumenta el perjuicio sobre el clima, puesto que incrementa la quema de combustibles fósiles para el transporte de los productos y, con ella, las emisiones de CO2, el principal gas responsable del cambio climático. Éste es uno de los rasgos de la Globalización y afecta también a la agricultura. Por ello es muy aconsejable comprar alimentos de temporada producidos lo más cerca posible del punto de consumo. Este planteamiento es hoy día un tanto polémico, puesto que en opinión de algunas instituciones perjudica la economía de países en vías de desarrollo agroexportadores. En mi opinión, lo que realmente perjudica a estos países es su especialización en un tipo de agricultura de exportación que conlleva considerables inconvenientes, entre los cuales se pueden citar:
– La concentración de la capacidad inversora y productiva del país en una actividad generadora de bajo nivel añadido y muy expuesta a vaivenes de precios.
– La generación de desequilibrios sociales, pues se trata de agricultura intensiva que requiere grandes superficies, gestionada por empresas agroindustriales y que margina a los pequeños propietarios. Además está destinada más a cubrir la demanda de exportación que la propia demanda interna, por lo cual se llega a dar la paradoja de que algunos países exportadores de alimentos sufren hambrunas periódicamente.
– Su elevado impacto ambiental y alto consumo de recursos naturales, como el agua y la energía.
La dimensión más lesiva social y ambientalmente de la agricultura es la producción no vinculada directamente a la alimentación humana. Aquí entran la producción de “alimentos” para coches (agrocombustibles) y para el ganado. Los agrocombustibles se impulsaron precisamente para sustituir a la gasolina y al gasóleo y así luchar contra el cambio climático. Pero diversos estudios han demostrado que muy a menudo el cultivo de estas plantas, su procesado y transporte consume más energía y produce más emisiones de gases de efecto invernadero (CO2, metano, N2O) que las que se evitan con su quema en los motores de los coches. Además, desde el punto de vista ético, es bastante cuestionable dedicar tierras a “alimentar” coches, cuando hay todavía muchas necesidades alimenticias humanas por satisfacer.
En el caso de los piensos y el forraje para criar el ganado se produce también un uso muy ineficiente de la tierra. Un estudio citado por Manuel González de Molina, de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, en la Revista Ambienta (editada por el Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente), afirma que mientras para producir un kg de vegetales se requieren 1,7 m2 de superficie, para producir un kg de carne es preciso ocupar unos siete m2. La importación de alimento para el ganado es un gasto enorme, responsable del déficit del comercio agrícola español. Este es otro aspecto muy desfavorable, puesto que la inmensa mayoría de esas importaciones procede de América, y el transporte implica un plus de contaminación y de efecto invernadero, responsable del cambio climático. Según el citado artículo de la Revista Ambienta, si quisiéramos producir en España la cantidad de piensos y forrajes importados que come nuestro ganado, necesitaríamos dedicar en exclusiva a este fin una superficie equivalente a la de Navarra. Desde el punto de vista energético es un absurdo puesto que, de nuevo según González de Molina, la energía contenida en los alimentos que consumimos los españoles asciende a 235 Petajulios, pero para producirla se gastan 1.400 (equivalente a casi 239 mil millones de calorías).
Por ello no es de extrañar que la producción de un filete de vacuno de 120 gr para el mercado español genere, en el mejor de los casos, 3,18 kg de CO2, lo cual es comparable a recorrer 22 km con un coche de tipo medio. Y digo “en el mejor de los casos” porque esta cifra surge de suponer que la carne importada no procede de tierras que antes eran bosque, y eso es mucho suponer. En términos energéticos y medioambientales es mucho más eficiente el consumo de vegetales.
Una vez más encontramos un ejemplo de aquello de que “es de necios confundir valor y precio”. En realidad vivimos de prestado, pues una parte del precio real de las cosas lo van a pagar las generaciones futuras, quienes vivirán en un planeta más deteriorado, extremo en lo que al clima se refiere y quienes, por tanto, deberán soportar los costes económicos de esas peores condiciones de vida. Es necesario que seamos muy conscientes de todo esto, porque, en definitiva, nuestra comodidad puede significar la desgracia de otras personas, muchas de las cuales ni siquiera han nacido.