Tengo el inmenso privilegio de dedicarme profesionalmente a escuchar a personas. La mitad de estas personas son médicos, investigadoras, comunidad científica. La otra mitad pertenece a un colectivo extremadamente vulnerable, marcado por el miedo y el dolor. Se trata de familias que tienen un diagnóstico de cáncer infantil en casa. Son madres y padres de menores que un buen día se encuentran en el pasillo de un hospital donde hay carteles que indican que están esperando en consulta de oncología, preguntándose qué demonios está pasando para que hayan ido a parar ahí.
Siempre se repite el mismo patrón. Primero el desconcierto. “No puede ser, no puede estar pasando esto, es imposible…”. Después el miedo. “Por favor, que no se muera mi niño… Estoy viviendo una pesadilla. Qué pasará si no funciona el tratamiento”. Más tarde la aceptación. “Confío en que el tratamiento le va a curar. Hay que tener paciencia, son tratamientos muy largos”. Después vienen más fases, pero no es lo que nos ocupa ahora.
En los dos primeros momentos, el desconcierto y el miedo, siempre se percibe una tensión dolorosa, casi violenta, porque hay tantas preguntas en el aire, tanta preocupación por esa criatura frágil que vemos sufrir que no hay tiempo para nada más que para enfocarnos en lo importante: saber que va a sobrevivir.
Cuando llegamos a la aceptación, ahí las cosas van de otra forma. Ahí tenemos que pensar en que este camino, de al menos dos años, necesita ser estudiado con lógica para atender al resto de obligaciones. Suele haber hermanos que necesitan atención, cariño, cuidados. Suele haber un trabajo, que se deja por el momento porque a todo no llegamos. Empieza ese momento donde hay que repensar las logísticas familiares, priorizar los asuntos, permitir que el resto de la familia siga viviendo una vida, con muchas limitaciones, pero seguir.
Ahí empiezan las renuncias. Unas veces son impuestas por el mismo proceso y otras las aceptamos porque no hay más remedio.
En estos tiempos, parece razonable pensar que las familias que conviven con el cáncer infantil tienen progenitores cuyas edades oscilan entre 30 y 50 años. Por tanto, sería deseable pensar que en familias con padre y madre hay una corresponsabilidad en estos casos y se reparten las tareas y obligaciones y también se comparten los tiempos de descanso y sosiego.
Pero no olvidemos que el cáncer infantil no discrimina, y puede afectar a todo tipo de menores que, por ejemplo, pertenezcan a familias monomarentales, familias donde la única responsable adulta es una mujer que cría sola a sus hijos. ¿Qué pasa cuando la hija de una madre soltera enferma? ¿Qué pasa cuando la unidad familiar no tiene red de apoyo en amigos o familia? ¿Qué pasa cuando son niños de mujeres precarizadas? ¿Qué pasa entonces?
Escribo estos supuestos y brota en mí una rabia de género que me cuesta reprimir. Pero esta rabia hay que domesticarla para construir, como casi todas las rabias a las que nos enfrentamos en la vida. Según datos de la Encuesta Nacional de Condiciones de Trabajo realizada por el Instituto Nacional de Seguridad y Salud en el Trabajo (INSST) en 2023, en España, las mujeres asumen una proporción significativa del trabajo de cuidados y labores no remuneradas. Ellas realizan el 76% de todo el trabajo no remunerado.
He conocido las dos caras de esta realidad. Hay muchas madres que pueden aparcar su trabajo con una bonificación para cuidado de niño con enfermedad grave, que se apoyan en un núcleo familiar fuerte, que tienen redes de apoyo en amigas con las que llorar o reír y al menos hay una válvula de escape que no disminuye ni media preocupación, pero que alivia el camino para mantenerse fuerte con el cuidado del hijo.
Pero hay también mujeres muy solas con sus pequeños, que sostienen la enfermedad, los cuidados, la culpa y la fragilidad con una suerte de malabares imposibles para cualquier ser humano. Mujeres que cuentan los pocos euros que quedan en sus bolsillos y que son atendidas económicamente por asociaciones y fundaciones. Mujeres en absoluto desamparo, cuyo hogar es la habitación de un hospital pediátrico. Porque una mujer sola, con un trabajo precario, por ejemplo, de limpiadora doméstica, ¿qué ingresos tiene cuando tiene que dejar todo para atender a su hija con leucemia?
En Unoentrecienmil conocemos muchas mujeres que son las madres, hermanas y abuelas de esos niños y niñas que sufren cáncer infantil. Hoy, #8M, día internacional de la mujer, quiero poner en valor la increíble fuerza que nos contagian todas esas mujeres poderosas.
Son Elena, Raquel, Concha, Jenny, Lucía, Eli, Dayana, Sofía, Marta, Teresa, Lourdes, Vanesa, Verónica, Belén, Mara, María, Merce, Sonia, Eva, Nuria, Manuela, Eugenia, Gema, Evelyn, Sandra, Ana, Loreto, Sandra, Mercedes, Noelia, Pilar, María José, Patricia, Elsa, Ángela, Sara, Montse, Miriam, Yurena, Fátima, Marga…
Estos son algunos nombres de madres que tengo en la agenda. Son una parte muy pequeña de los 1.600 casos que cada año se diagnostican de cáncer infantil.
Que esta pequeña muestra sirva para visibilizar a las mujeres que cuidan de sus hijos e hijas enfermos y que necesitan políticas que promuevan la garantía de su bienestar social y económico. Porque, sinceramente, bastante tienen con mirar de frente a la posibilidad de perder a su hijo.
A todas esas madres, os abrazo.
Esta tribuna forma parte del Dosier Corresponsables: Día Mundial de la Mujer.