Los cuidadores asistimos a los que no pueden cuidarse por sí mismos. Llegar a ser cuidador es algo que mucha gente no se plantea como carrera profesional; para algunas personas es claramente vocacional, para otras es, simplemente, una oportunidad laboral y la posibilidad de formarte en ello. Tanto en unos casos como en otros, está claro que una vez que empiezas en este mundo de los cuidados comprendes su importancia, lo bonito que es ayudar y la satisfacción que proporciona.
Cuando una madre te dice que se va tranquila sabiendo que a su hijo o hija vamos a cuidarlos como ella lo haría, con todo el mejor saber hacer, con nuestro amor y cariño, sabemos que somos cuidadores con mayúsculas. Esa es nuestra meta.
Como en cualquier trabajo, hay días muy buenos y días que no lo son tanto porque la carga psicológica y física son grandes. Pero cada jornada, por muy complicada que haya ha sido, compensa con creces al escuchar un “gracias”, saber el sentido de tu ayuda, observar un progreso o ver una sonrisa en la persona que cuidas y que no puede comunicarse contigo de otra manera.
Ser cuidador es como una montaña rusa: entras con un chute de adrenalina, animada por la jornada que te espera por delante, pero la incertidumbre y el miedo por el próximo resbalón o una tos que no identificas te hacen sentir que te deslizas a gran velocidad.
Trabajamos expuestas a las dudas de si estaremos haciendo de la mejor manera nuestra tarea, de si en breve habrá una crisis que haga que Edorta pueda caerse al suelo; que sin que haya un detonante, el grado de frustración de Eva te lleve a recibir un golpe… Pero, de repente, encuentras en la mirada de Iván el cariño más puro que nadie nos ha sabido explicar con palabras, y eso nos devuelve la confianza y nos hace sentir las personas más especiales del planeta.
A lo largo de los años hemos cuidado mucho y, definitivamente, podemos decir CUIDAR porque hemos puesto cariño, mimo y, lo más importante, empatía. Sabemos que nuestros ojos, nuestros brazos o piernas son los suyos. Sabemos que les tenemos que dar toda la confianza de que seamos capaces para que sientan que una ducha va ser reconfortante, como lo es para Carmen, que no puede asearse sola ni vestirse.
Que el dar de comer a Irene cada mañana, sea para ella un tiempo para disfrutar mientras le cantas las canciones que le dan calma y la tranquilizan, como la de “Pin Pon es un muñeco”, que le entusiasma.
Que tu apoyo para elegir su ropa, como hacemos con Virginia, la haga estar preciosa y se sienta una actriz como las que ve en las novelas que tanto le gustan.
Que con las descripciones que hacemos a María del paisaje que la rodea sirvan para que vea través de nuestros ojos el mundo que ella no puede ver.
Que llevar en silla de ruedas a Javi sea divertido y no un paseo cualquiera.
Que para Nuria no sea una tragedia griega bajar una rampa, y que acabe salvando el obstáculo entre carcajadas. El éxito de estos cuidados y sus progresos nos eleva en nuestra particular montaña rusa de cada día.
Pero como parte de sus vidas, también asistimos a su envejecimiento y entonces se olvidan de quienes éramos y lo que compartimos juntos. Ahí es cuando la música que escuchábamos y volvemos a hacer sonar recupera en algunos la sonrisa y en otros la descarga de su enfado porque están asustados, porque sus cabezas también se van alejando más. También somos la mano reconfortante al final del camino y les acompañamos hasta el último momento para que no se sientan solos ni perdidos.
Ser cuidador también es un continuo aprendizaje. De todos ellos, de los hombres y mujeres con discapacidad intelectual de Envera a los que acompañamos en su viaje de la vida, nos deslumbra su coraje de vivir. Y esa es la gran lección que nos dan y que nos inspira para poder estar a la altura.
Este artículo forma parte del Dosier Corresponsables: Día Internacional de las Personas Cuidadoras