Hace unos años, en uno de los viajes que organizamos en Inforesidencias.com para conocer cómo funcionan las residencias en otros países tuve una conversación con una mujer de mediana edad que estaba visitando a su madre en una residencia.
La conversación tuvo lugar en Estocolmo, allí las residencias tienen un aspecto muy doméstico y la mujer con la que hablaba estaba sentada en un sofá con su madre al lado cogiéndole de la mano. Me explicó que, tanto ella como su madre, conocían bien España ya que habían veraneado en la costa de Alicante durante muchos años. De hecho, ella tenía allí una casita a donde se escapaba siempre que podía. Su madre, me dijo, había tenido una vida muy activa, tanto familiar como laboral; tras jubilarse había enviudado hacía unos años y había ido “perdiendo poco a poco la cabeza”. En seguida, los servicios sociales habían intervenido instalando un servicio de teleasistencia y de ayuda a domicilio que iba a atenderla tres veces al día. Cuando esto no fue suficiente, ingresó en la residencia.
Ella, durante ese proceso, iba muchos días a ver a su madre, a tomar un café con ella, la llevaba a su casa a comer con la familia o salían a pasear si el tiempo lo permitía, pero no la bañaba ni la vestía. Eso lo hacían profesionales. La conversación en un momento derivó hacia lo que me hace recordarla. La hija me dijo que cuando explicaba en España “lo de su madre”, alguna amiga suya española parecía extrañada de que no fuese ella la que cuidase de su madre, sobre todo tras el ingreso en la residencia.
“Tengo la sensación de que me considera una mala hija por haber ingresado a mi madre en una residencia. Yo no lo veo así. Yo la quiero mucho pero no necesito cambiarle el pañal o levantarla de la cama para demostrarlo. Ella ha trabajado toda la vida, ha pagado impuestos y tiene ahorros, lo que veo bien es que un profesional haga la parte profesional del trabajo y yo le demuestre mi amor estando con ella, hablándole, confortándole o sencillamente, estando. No me siento culpable por no tener que sacrificar mi vida por la de mi madre”.
Esta experiencia que sucedió hace unos diez años me viene a la cabeza cada vez que se plante el tema del apoyo al cuidador familiar. Para mí resulta muy digno y merecedor de reconocimiento que alguien sacrifique su bienestar, y casi su vida por el de un ser querido. Y aún así pienso que ese sacrificio debería ser una opción y no un dilema maldito en el que quien tiene que cuidar sacrificándose sabe que si no lo hace no va a haber otra opción.
Si lo que puede ofrecer un familiar a un ser querido es afecto, cariño, compañía, comprensión; elementos esenciales del amor; facilitemos que lo ofrezca. No hace falta que esto vaya acompañado de apoyo en las “Actividades de la Vida Diaria”, o sea, levantarlo de la cama, ducharle, darle de comer o hacerle cambios posturales para evitar que se ulcere.
En España tenemos muchas personas que se sacrifican por sus seres queridos dependientes y merecen todo nuestro reconocimiento. Quizás la forma de ofrecérselo de una forma efectiva sería aliviarles de una parte de la carga fortaleciendo el sistema de dependencia. Mientras lo hacemos, ¡Muchas gracias!
Este artículo forma parte del Dosier Corresponsables: Día Internacional de las Personas Cuidadoras