Desde 2015 existe en España una Ley de Desindexación (cuyo reglamento se desarrolló en 2017 mediante RDL) que desvincula la formación de precios de los bienes y servicios (de sectores que actúan en el ámbito público) de la inflación general (IPC) ligándola a los costes estrictos de cada cadena sectorial. De esta ley, queda expresamente excluida la desindexación de las pensiones, los salarios (sujetos a la negociación colectiva) y la deuda del estado. Paradójico, pues, desde que entró en vigor la Lay 13/2013 del Factor de Sostenibilidad y el Índice de Revalorización de las Pensiones, la indexación de estas últimas estaba ya regulada a través del IRP.
Desde hace unas semanas, la Ley 13/2013 ha quedado al borde de su derogación, pues se encuentra a la espera de la tramitación parlamentaria del Ante Proyecto de Ley fruto del acuerdo social logrado por el gobierno recientemente. Las pensiones volverán a indexarse con la inflación (IPC) a partir de enero de 2022. Indexamos y desindexamos a nuestro gusto. Porque solo cuando la inflación empezó ha ser relevante, a partir de 2017, caímos en la cuenta de que el IRP, que había permitido aumentar el poder adquisitivo de las pensiones sin que nadie pusiera el grito en el cielo en 2014 (su año de entrada en vigor, un -0,2%), 2015 (un -0,5%) y 2016 (un 0,2%), empezaba a hacer daño.
En 2019, dejó de aplicarse el IRP ante el clamor popular y el gobierno aprobó una revalorización del 1,6%. Como la inflación de ese año fue finalmente del 0,7% el resultado fue un aumento del poder adquisitivo del 0,9%, que en el caso de las pensiones mínimas resultó ser del 2,7% porque estas se revalorizaron con un 3%. En 2020 tampoco se aplicó el IRP, sino que la revalorización ad hoc decidida por el gobierno fue del 0,9%, que unida a una inflación del -0,3% determinó un nuevo aumento del poder adquisitivo de las pensiones del 1,2%. En lo que se refiere a 2021, la revalorización decidida por el gobierno ha sido del 0,9% un año más, mientras que las perspectivas de inflación media para este año apuntan a un 1,9%, determinando de esta forma una pérdida efectiva de poder adquisitivo del 1%.
La vuelta a la indexación con la inflación (IPC) observada del año precedente, el mencionado 1,9% en el párrafo anterior, restablece una práctica habitual de las últimas décadas y fija una vez más en las leyes el criterio de la inflación como regla de indexación de las pensiones, que son la renta más importante de la mayoría de los 9 millones de pensionistas que hay en nuestro país en la actualidad.
No obstante, la experiencia de la inflación negativa observada en cuatro de los ocho años transcurridos desde 2014 debería advertir al legislador de que el nuevo mecanismo de indexación de pensiones, automático como se le pretende, en realidad, debería ser también simétrico y, en consecuencia, si la inflación media del año precedente resultase negativa, la revalorización de las pensiones debería ser a la baja. Esta simetría ha quedado expresamente excluida en el Ante Proyecto de Ley, en el que se indica que en caso de inflación negativa las pensiones no variarán. Es decir, que, en realidad, aumentarán.
Se van dando cuenta del lío de la indexación, ¿no? Pues ahora resulta que la Ley de Desindexación sale del armario.
La Ley de Desindexación pretendía matar el mecanismo infernal de la “escala móvil”. Un invento francés de la posguerra de mediados del siglo pasado que sirvió para apaciguar a los sindicatos y que se convirtió en un grave dolor de cabeza en la Italia de los años setenta cuando la crisis del petróleo desencadenó una severa inflación de costes en todo el mundo. Los italianos pasaron la base de la escala móvil de anual a trimestral y casi se cargan la economía con una espiral inflacionista.
La desindexación, naturalmente, no puede dejar indefensas las rentas o precios que trata de liberar de la obligación de indexarlas con la inflación. Y el propio preámbulo de la Ley de Indexación indica que estas rentas o precios abonados por las administraciones públicas a sus proveedores pasarán a indexarse con índices específicos, sectoriales o ad hoc (de costes) más cercanos a la naturaleza de cada sector que al proceso general de inflación con sus peligrosos efectos de segunda ronda.
Todo muy comprensible, hasta que resulta que las materias primas, que afectan más a unos sectores que a otros, empiezan a subir desproporcionadamente y las reglas de la nueva indexación diseñadas para cubrir estos aumentos evitando la ruina a los proveedores dejan de funcionar o funcionan exacerbando el quebranto para estos. Y, como la naturaleza es sabia, pues resulta que a los pocos años de su desarrollo (en 2017) la Ley de Desindexación que afecta a todo tipo de precios de bienes y servicios de proveedores de las administraciones públicas (construcción, consumibles, equipamientos, concesiones) empieza a mostrar su lado oscuro en estos momentos en los que se están dando desproporcionados aumentos de la energía, las materias primas y otros suministros clave en la operación de estos sectores proveedores de las administraciones.
Hemos derogado la ley del IRP y ahora, a lo mejor, tenemos que derogar la Ley de Desindexación. Por si los defensores del bien común se han quedado sin causa, mucho me temo que aquí hay otra no menos importante, pues afecta a la competitividad de las empresas. Indexar o desindexar, pero con criterio, proporcionalidad y simetría, esta es la cuestión.