A esta situación han contribuido los tiempos recientes especialmente turbulentos que hemos vivido, en los que algunos escándalos que se han producido en las últimas crisis económicas han sido portada de la prensa en muchas ocasiones. La de comienzos de siglo, vinculada a la burbuja de las empresas de las nuevas tecnologías, se llevó por delante a la empresa Enron, considerada durante varios años consecutivos como la más innovadora de Estados Unidos, como consecuencia de escándalos de soborno y tráfico de influencias para conseguir contratos en determinados países emergentes, y a la práctica de la que se denominó ingeniería contable.
La crisis actual ha estado marcada, aun más si cabe, por un nombre, el de Lehman Brothers, cuya caída vinculada a los créditos subprime está en la mente de todo el mundo. Sin embargo, si nos paramos a pensar, estos casos son más el resultado de conductas criminales, que pueden darse en cualquier ámbito de actividad humana, propiciados por fallos en los sistemas de control, que fruto de la aplicación de las teorías económicas imperantes.
Esta imagen que ha calado fácilmente en la sociedad, está seguramente apoyada por la espectacularidad de los casos, más que por la generalidad de los mismos. En esta situación se ha visto envuelta la idea imperante durante las últimas tres décadas de que los mercados se autorregulan, por lo que el Estado debe limitarse a establecer el marco en el que se desenvuelve la actividad económica, sin entrar a una regulación minuciosa; regular bien, más que regular mucho, y controlar como se ejecuta la regulación existente, podríamos concluir.
Al amparo de esta laxitud normativa y como medio de compensarla, surgió con fuerza la idea de la autorregulación, que suponía la aplicación por parte de empresas y entidades de la denominada Responsabilidad Social Corporativa, RSC, recogida en los códigos de buenas prácticas elaboradas por entidades creadas ad hoc con carácter general y asumidas por las empresas o elaboradas por ellas mismas, que consiguió que los mercados valoraran muy positivamente este tipo de prácticas. Uno de los casos más relevantes ha sido el que se vinculaba a lo “verde”, relacionado con el respeto al medio ambiente y la economía sostenible, ya que una parte cada vez mayor de la población valora positivamente esta actitud de las empresas, mediante su comportamiento en los mercados. Pero no por ello hay que dejar de cejar en el empeño, ya que estamos igualmente convencidos de que la implantación de estas prácticas son beneficiosas para la empresa y para todas las partes involucradas, pues es parte de la comunidad y en su actividad debe tener en cuenta a la sociedad y el entorno en el que está instalada.
Lo interesante de la RSC, o RS de Empresa (RSE), es que esta se plantea introducir mejores prácticas, dialoga con los agentes que participan en su cadena de valor y decide que mejoras puede introducir en su actividad. No obstante, quizá uno de los problemas de los que adolecen los códigos de buenas prácticas sea que establecen principios generales de actuación, cuya responsabilidad sin embargo resulta difícil de concretar y de asignar, por lo que su cumplimiento tiene un carácter marcadamente voluntarista.
Esta circunstancia puede atemperarse, sin embargo, en el caso de que los principios de buenas prácticas se exijan a los profesionales, tanto en su ejercicio profesional por cuenta de terceros en la empresa, como en el caso de actuar como asesor externo a la misma. En este supuesto podríamos hablar de RS de Economista, pues ocupan una posición privilegiada para apostar por la implantación de la RS, porque pueden aportar sus conocimientos en la gestión de la empresa y tienen experiencia en el control de las distintas fases del sistema productivo y de la cadena de valor. Por otra parte son los responsables de preparar gran parte de la información sustancial de la empresa para elaborar la memoria de sostenibilidad, cuya práctica debería extenderse ya que recogen las prácticas seguidas por la empresa en los ámbitos contable, fiscal, laboral, medioambiental, etc.
En esta tarea puede jugar un papel relevante la Institución colegial de los economistas, a través de los códigos deontológico que se aplican a sus colegiados, ya que si estos profesionales están presentes en la mayoría de los departamentos de las empresas en las que prestan sus servicios por cuenta de terceros, también lo están como profesionales liberales, en el ejercicio de las diferentes actividades profesionales que desarrollan, como la auditoría, la contabilidad, el asesoramiento fiscal, el asesoramiento laboral, asesoramiento financiero, la administración concursal, etc. Algo que parece bastante evidente a la vista de los comentarios anteriores. También es una exigencia que en muchos casos viene recogida en las normas que afectan a la profesión o que regulan determinados ámbitos de actuación, como la Ley de Auditoria o la Ley de prevención del blanqueo de capitales y de la financiación del terrorismo, que incluye como sujetos obligados a los auditores de cuentas, contables externos o asesores fiscales.
En este sentido, en la práctica profesional de economista debe exigirse que se cumplan estrictamente las normas que regulan la actividad de que se trate, pero no solo la letra, sino también el espíritu de las mismas, que en un estado democrático es el sentido que el legislador da a la norma, como representante de los ciudadanos, evitando los subterfugios que contravengan o reduzcan su eficacia en el cumplimiento de los fines que persiguen. Nos referimos, por ejemplo, a las practicas que en determinadas actividades se han denominado como “ingenierías” contables, fiscales, financieras, etc.
Muchas de las recomendaciones que se pueden hacer han estado en las grandes declaraciones que se realizaron en los primeros momentos de la actual crisis, que según ha ido transcurriendo el tiempo, han pasando al baúl de los recuerdos. Estos comportamientos serian más fácilmente aplicables si las empresas fueran conscientes de que estas medidas crean el valor necesario en el mercado,al ser conocidas y aceptadas por los consumidores, para compensar el mayor coste que pudiera implicar su aplicación. En definitiva, la RSC/E trata de aproximar los objetivos de las empresas a los intereses de la sociedad, pues como hemos dicho más arriba las empresas forman parte de la sociedad y, por lo tanto, lo que vaya en detrimento de esta irá a la larga en su propio detrimento y, viceversa, las actuaciones que redunden en beneficio de la sociedad lo serán en el de la empresa.