Entre las discordancias más patentes que pueden llevar al desprestigio de la RSC se encuentra la falta de solidez comportamental de quienes se proclaman defensores de la misma. Voy a esbozar un ejemplo reciente de una de las instituciones educativas que han empleado la bandera de la ética –ahora, RSC- para atraer alumnos.
Esa Escuela, entre sus líneas de actividad, incluye la realización de estudios de campo, debidamente facturados. En un caso de hace poco tiempo, tras recibir la retribución pactada, desatendieron de forma clamorosa sus compromisos, dejando en manos de los clientes el esfuerzo. Eso sí, a la hora de formular las conclusiones del estudio impusieron una redacción en la que daban a entender que ellos habían llevado el peso de la investigación.
La anécdota no pasaría de trivial, si no fuera porque se trata de una institución autoproclamada de primer nivel y que enarbola la bandera de la ética desde su fundación hace cinco décadas.
La RSC reclama, como bien realiza el grupo que edita estas publicaciones, análisis, estudios, reflexión… Pero, sobre todo, hace falta coherencia.
La crisis económica en la que nos debatimos encuentra parte de sus fundamentos en la moratoria ética en la que muchas instituciones, y personas, han vivido. Tornar al sendero del crecimiento no es sólo cuestión de tiempo, de esperar a que las aguas vuelvan a su cauce.
La RSC precisa de muchas decisiones concretas referidas a la conciliación de la vida profesional y familiar, a la definición de una correcta estructura retributiva, al cuidado del medio ambiente, y muchas más cosas. Pero por encima de todo, en mi opinión, reclama que quienes se proponen enseñarla a los futuros directivos sean coherentes.
Con expresión múltiples veces empleada, considero que el mejor modo de transmitir los conceptos de la RSC a nuestro alrededor es vivirlos.
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