”Nadie da duros a pesetas” y “no se puede estar en misa y repicando“. De hecho, muchos idiomas tienen expresiones de este tipo que dicen que donde hay beneficios, suele haber también costes. Este tipo de escepticismo también se aplica a la inversión sostenible. La eterna pregunta de los clientes es: ¿la inversión sostenible es menos rentable?
La respuesta corta es no. Las pruebas académicas (véanse, por ejemplo, los metaestudios de Friede et al. [2015] y Atz et al. [2022]) demuestran que la inversión sostenible no suele restar rentabilidad financiera. Pero eso no elimina las preocupaciones de los clientes. Y la respuesta más matizada es: depende. Sí, los enfoques de inversión sostenible pueden mejorar los perfiles de riesgo-rentabilidad, mediante una mejor gestión del riesgo, un mejor análisis fundamental y/o exposiciones a factores más favorables. Pero también pueden perjudicar los perfiles de riesgo-rentabilidad debido a reducciones excesivas del universo de inversión. Depende mucho de los objetivos y los métodos utilizados.
Se habla mucho de los enfoques de inversión sostenible (exclusiones, análisis fundamental que integra factores ESG, etc.) y de los datos utilizados, y de hecho hay mucho que debatir al respecto. Pero sería una pena saltarse los objetivos. Como dijo el filósofo y estadista romano Séneca: “Si uno no sabe a qué puerto navega, ningún viento es favorable”. También en la inversión sostenible hay que saber adónde se va para llegar realmente allí.
En la inversión sostenible suele haber dos tipos de objetivos, ambos en distintos grados, desde cero hasta muy ambiciosos, y que a su vez pueden combinarse en diversos grados:
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La sostenibilidad como medio para lograr resultados financieros (de esto trata la mayor parte de la integración de factores ESG); y
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La sostenibilidad como un objetivo en sí mismo: lograr mejores resultados sociales y medioambientales, donde los clientes pueden establecer resultados deseados muy específicos.
Cada vez más, los inversores institucionales quieren ser ambiciosos en ambos aspectos. Este es el doble objetivo de rentabilidad. La relación entre estos dos objetivos no es sencilla: en algunos casos se refuerzan mutuamente, en otros implican renuncias.
Empecemos por el primer objetivo. En su forma más superficial, se trata simplemente de mantener contentas a las partes interesadas y a los reguladores, y evitar daños a la reputación. Más ambicioso es aspirar a una mejor gestión del riesgo. En su forma más ambiciosa, el objetivo es lograr una mejor comprensión y gestión del riesgo, las oportunidades y los rendimientos, de una manera que combine datos y análisis fundamentales con visión de futuro. De hecho, esto puede mejorar considerablemente los perfiles de riesgo-rentabilidad.
La segunda dimensión, la sostenibilidad como objetivo en sí mismo, también presenta distintos niveles de ambición. Aquí el espectro comienza con no tener ningún objetivo de este tipo, pero la mayoría ha pasado a la siguiente fase: el objetivo de evitar el daño más grave, por ejemplo, excluyendo, digamos, a los infractores del Pacto Mundial de las Naciones Unidas, la mayor iniciativa voluntaria de sostenibilidad corporativa del mundo. Pero los inversores pueden optar por ser más estrictos en sus exclusiones. Además, pueden querer seleccionar sus inversiones para hacer el bien, formulando criterios de selección positivos. Esto puede hacerse al menos de dos maneras.
La más obvia es realizar inversiones que tengan un impacto positivo demostrable: fondos clasificados como Artículo 9 según Reglamento de Divulgación de Información sobre Finanzas Sostenibles (SFDR), en los que la inversión sostenible es el objetivo principal. La forma menos directa es invertir en empresas que tienen una contribución negativa a un valor social o medioambiental, pero que tienen el compromiso de mejorar fuertemente su contribución mediante el ejercicio de la propiedad activa (engagement). Esto último no encajaría en el Artículo 9, pero sí podría encajar en la categoría de “mejoradores de sostenibilidad” propuesta por la Autoridad de Conducta Financiera del Reino Unido (reconociendo que aún no hemos visto el texto final de ese reglamento). Y, volviendo a la cuestión de los retornos, existen pruebas de la generación de alfa a partir de estrategias como estas, tanto en nuestros propios análisis como en la investigación académica (véase, por ejemplo, Dimson et al., 2015).
Aunque también puede haber alfa positivo en las propuestas del Artículo 9, dependiendo de cómo se diseñen, estos productos también pueden implicar renunciar a rentabilidad o, al menos, asumir más riesgos: pensemos en los fondos de inversión ética que son tan estrictos en sus criterios de inversión que su universo se reduce excesivamente; o en los productos de impacto de capital privado que tienen tasas internas de rendimiento (TIR) de un dígito con niveles de riesgo de TIR de dos dígitos porque comparten los retornos con la población local. Eso puede ser estupendo para la sociedad, pero no entraría dentro del mandato de un fondo de pensiones. Aun así, puede ser una buena propuesta para algunos inversores minoristas o particulares con grandes patrimonios (HNWI) que estén dispuestos a renunciar a rentabilidad a cambio de (mucho) más impacto.
El reto consiste en comprender dónde se encuentran uno (y sus clientes) en estas dos dimensiones de objetivos. Los fondos de pensiones antes mencionados son ambiciosos en ambos objetivos: quieren lograr resultados sociales y medioambientales positivos, por ejemplo, aspirar a cero emisiones netas, sin renunciar a la rentabilidad financiera.
Una vez que los objetivos están claros, pueden abordarse otras cuestiones: ¿cómo hacerlos operativos? ¿Cómo definir el éxito? ¿Qué estrategias utilizar? ¿Qué compromisos hay que asumir? ¿Cómo medir? ¿Con qué datos? ¿Cómo comunicarlo a los implicados? ¿Cómo explicarles que no se renuncia a rentabilidad, aunque lo parezca?
Un director de un fondo de pensiones canadiense lo explicaba así: “No renunciamos a la rentabilidad en la inversión sostenible porque no entraría en el mandato de un fondo de pensiones renunciar a la rentabilidad. El horizonte es crucial: nuestro mandato es generar buenos retornos durante los próximos 50 años. Eso significa que tenemos que invertir en modelos de negocio adaptados al futuro. A veces parece que renunciamos a la rentabilidad, cuando en realidad estamos mitigando los riesgos a largo plazo a costa de la rentabilidad a corto plazo. De hecho, las externalidades negativas representan posiciones cortas en las empresas, lo que a menudo no se reconoce, por lo que se subestima el riesgo”.
La percepción de que por invertir en empresas gestionadas de forma sostenible hay que renunciar a rentabilidad está fuera de lugar.
De hecho, es difícil ver cómo pueden generarse rentabilidad sin tener en cuenta la sostenibilidad en un contexto en el que esos retos de sostenibilidad crean riesgos, oportunidades y actuaciones políticas y sociales.
Esto pone de relieve la importancia de los modelos de Schroders sobre externalidades. Forman parte de nuestro esfuerzo por comprender las implicaciones de la inversión sostenible en términos de riesgo-rentabilidad, especialmente cuando los datos son confusos, sin dejar de aplicar un sólido proceso de construcción de carteras.
No es un objetivo trivial. En ese sentido, efectivamente nadie da duros a pesetas.
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