Hace unas décadas atrás, el liderazgo en la transformación de una nación era personificado por el Estado, frecuentemente interventor en las reglas de la economía y con un profundo cariz político. Por su parte, la sociedad civil, las empresas y las instituciones privadas también han cumplido roles transformadores en el pasado, pero no siempre liderando de un modo preponderante dicho proceso.
Hoy esta situación cambió notoriamente. El Estado va perdiendo su carácter interventor y se convierte en un regulador por excelencia, delegando más capacidades al mercado y a la sociedad. Como consecuencia de ello, las empresas tienen la gran responsabilidad de convertirse en agentes del cambio, orientado éste hacia la ruta del progreso y desarrollo económico de la sociedad donde opera. En este contexto crece la dimensión de la RSE, hoy entendida como un factor clave en la generación de valor ante la sociedad. Las organizaciones toman conciencia de que no sólo satisfacen a sus consumidores con bienes y servicios, sino que evidentemente también satisfacen necesidades sociales.
En ese sentido, debemos entender que las empresas del siglo XXI están obligadas a ser consistentes en este nuevo enfoque de bienestar. A la reconocida dimensión económica, se le agregan ahora la dimensión laboral y la dimensión hacia la comunidad. No es posible concebir el mundo empresarial sin considerar a las tres.
En lo particular, la dimensión hacia la comunidad concierne al impacto que la empresa produce en el medio ambiente, en los patrones culturales que aportan con su presencia y en el nivel de empleo en su localidad. Sobre aquella existen reconocidas fórmulas que son mayoritariamente utilizadas por las grandes corporaciones, generando positivas corrientes de opinión cuando son adecuadamente implantadas o produciendo conflictos sociales, cuando no se han ejecutado o su aplicación no ha logrado el cometido para el cual se desarrolló. Pero frecuentemente se olvida la dimensión laboral, expresada en la calidad del empleo, que es la fuente de competitividad y bienestar efectivo en la creación de valor de una nación.
El Perú afronta hoy una gran brecha entre la formalidad y la informalidad laboral. Cerca de las dos terceras partes de la población no goza de los beneficios de estar en una nómina formal, con todos los atributos que la ley otorga, y ello genera un grave desbalance en la competitividad de nuestro país. Debemos ser claros en entender que la informalidad laboral existente es una clara competencia desleal con aquellas empresas que sí cumplen con todas sus obligaciones laborales. La informalidad laboral reduce el bienestar de los agentes económicos involucrados, no genera un clima laboral positivo ni el respeto a la persona.
Los salarios se reducen, se crea un subempleo difícil de controlar por el Estado y los efectos se perciben en una menor recaudación fiscal y en una menor gobernabilidad. El proceso de cambio, conducido por el sector empresarial formal del país, debe producirse de inmediato si queremos realmente transformar nuestra nación en un modelo de desarrollo económico sostenible. El país necesita contar con más empresas formales que respeten a su personal, pero que también se encuentren comprometidas con la erradicación de la informalidad laboral. La dimensión laboral de las organizaciones no se completa únicamente con adoptar las buenas prácticas con sus trabajadores, debe incluir en su accionar el exigir que sus proveedores también cumplan con esas mismas prácticas.
La Responsabilidad Social Laboral es por ello la más importante acción empresarial que empezará a protagonizar la escena en los próximos años, aunado a los esfuerzos a conservar el medio ambiente y su relación con la comunidad. Se trata del respeto a las personas, su bienestar y su felicidad en una sociedad próspera. Y ésta no debe ser, primordialmente, una obligación solamente del Estado.